martes, 24 de abril de 2012

Hijo del Cuerpo. POR BARBERO.


    Esta historia le ocurrió a uno de mis compañeros de armas, con quien tuve el honor de hacer el servicio militar. El muchacho en cuestión se llamaba Salvador. Era natural de Guadix,  provincia de Granada, e hijo de un guardia civil.

   En la época en que sucedió lo que aquí os narro  Salva tenía 16 años y su padre estaba destinado en Madrid. Al ser hijo único vivía solo con su madre. El chico demostró sus aficiones musicales formando parte de una banda de rock en la que tocaba la batería. Su padre era extremadamente autoritario y vivía obsesionado con la idea de que su único hijo varón debía cursar estudios universitarios. Lo que de ninguna manera le toleraba era que abandonase los estudios para ejercitar actividades lúdicas. Salva, al sentirse durante un año libre de la vigilancia paterna, aprovechó para enrolarse en Rock Guadix, así se llamaba el grupo musical, y sus calificaciones académicas comenzaron a bajar.

   Pero el destino cruel le tenía preparada una desagradable sorpresa. Su madre, oriunda de la provincia de Badajoz, tuvo que acudir a cuidar a la abuela del muchacho. Para que éste no se quedase solo en casa, como hubiera sido su deseo, su padre cogió vacaciones y regresó a Guadix.

    Apenas disfrutó de seis horas de libertad. Aprovechó para tumbarse en el sillón, mejor dicho despatarrarse, y poner el equipo de música a todo volumen. Con aquel ruido ensordecedor no pudo percatarse de que su padre había introducido la llave en la cerradura. No se enteró de su llegada hasta que éste abrió las puertas correderas del salón. Intentó ser cariñoso con él, se puso de pie y le besó efusivamente. Armando, este era el nombre del guardia civil, era un caballero de edad media, moreno de piel y con el pelo negro y muy corto, ojos oscuros y el característico bigote que suelen usar los miembros de la benemérita.

    Las primeras horas que pasaron juntos fueron de tanteo. Armando y Salva se observaban mutuamente. El hijo le tenía un gran respeto a su padre y procuraba bailarle el agua, escuchando atentamente sus consejos. Cuando terminó de cenar Armando, y después del tradicional cafetito,  pidió cuentas al chico sobre su rendimiento escolar:

   -Salvador, hijo mío, quiero ver las notas. No intentes camelarme con tu verborrea. Yo quiero saber cuáles son tus calificaciones.

   Ante la insistencia de su padre no le quedó más remedio a Salva que poner en conocimiento de éste sus dos suspensos en matemáticas y gimnasia. El guardia civil permaneció callado durante un par de minutos pero con la mirada taladraba al chico que se sentía muy incómodo. Prefería mil veces una monserga, incluso algún que otro grito, que aquel silencio amenazador. Se barruntaba lo peor. Cuando Armando comenzó a hablar las paredes de la sala temblaron. Un escalofrío recorrió su cuerpo, el miedo se apoderó de él:

    -¡Muy bien por el señorito! Su padre trabajando como un cabrón, haciendo horas extras en un destino durísimo para ganar todo el dinero que pueda y así poder pagarle los estudios universitarios y él mientras tanto haciendo lo que le viene en gana, malgastando el tiempo…

   Salvador se defendió lo mejor que pudo. Achacó su suspenso en las matemáticas a que el profesor no explicaba bien la asignatura. Exageró deliberadamente las cifras del fracaso escolar, asegurando que más de la mitad de la clase tenía la asignatura pendiente. Le prometió enmendarse y dedicarse todo el verano a estudiar de firme, para así obtener una buena nota en septiembre. Su padre no se conformaba con promesas, quería resultados. Y comenzó a tomar medidas drásticas:

   -Lo primero de todo es buscarte un buen profesor particular. Hablaré con el cabo Mateo por si conoce a alguno que esté disponible. A ti, hijo mío, no se te puede dejar solo; necesitas mucha disciplina. Te vas a pasar todas las mañanas del mes de julio estudiando matemáticas, las horas que sean necesarias. Por las tardes, a partir de las cinco, irás a la casa cuartel y allí Mateo te meterá en cintura y te enseñará a saltar el potro. En esta vida todo tiene remedio.

   Los planes que para el verano tenía Salvador se vinieron abajo como un castillo de arena azotado por la marea alta. Intentó que su padre le concediese un par de horas al día para poder ensayar con el grupo de rock. Sus palabras cayeron en saco roto y su propuesta para lo único que sirvió fue para encolerizar más a Armando:

   -Yo ya me imaginaba que había algo de eso. La mierda de música esa que escuchas te está absorbiendo el seso. No sirve más que para hacerte perder el tiempo, tiempo que necesitas para estudiar. Yo voy a cortar el mal de raíz. Te prohíbo terminantemente que vuelvas a acudir a ese local del ayuntamiento, ni siquiera como visitante. Si me desobedeces me acabaré enterando y tú y yo vamos a tener un problema muy serio. ¿He hablado con claridad o es necesario que te lo repita?

   Salva aceptó aquel severo rapapolvo. Sabía que había perdido la batalla y que como mucho se tendría que conformar con escuchar, cuando no estuviera su padre presente, alguno de los discos que tanto le gustaban. Pero el guardia civil todavía se guardaba la sorpresa más amarga debajo de la manga. Salvador pidió permiso a su padre para retirarse a su habitación y poder acostarse. Con acritud Armando se despidió de su hijo:

   -¡Vete a la cama de una vez!; prefiero perderte de vista. Me va a sentar mal la cena por tu culpa. Ya me noto la úlcera. Márchate cuanto antes…

    El joven, cabizbajo y apenado, se retiró y de repente su padre pronunció unas palabras que le dejaron paralizado junto a la puerta del salón:

   -Por cierto, vas hecho un guarro. Esa camiseta que llevas, que tiene impresa al demonio, no te la vas a volver a poner nunca más; soy capaz de quemártela. Mañana te quiero ver con unos pantalones de vestir y no con esos pingos de vaqueros que usas.

    Salva se defendió lo mejor que pudo:

   -Papá yo ya no tengo pantalones de vestir, sólo vaqueros y tampoco uso camisas.

   Pues aunque tuviera que pedir la paga por adelantado, aunque me viese obligado a hipotecar el piso para comprarte ropa, lo haría. Tú desde mañana mismo vas a empezar a vestir como un hombre, no como un delincuente. Los chorizos a los que hemos detenido en Madrid iban cien veces mejor vestidos que tú. Me das mucha vergüenza hijo mío. A ti de esas fachas no se te puede presentar en sociedad y menos en el cuartel. La culpa es de tu madre que te consiente todo, que no te pone límites a nada. Por cierto con ese pelo pareces un maricón, largo y sedoso, como si tuvieras que hacer un anuncio de champú. Mañana mismo te voy a llevar a la barbería del cuartel a primera hora, que es cuando menos gente hay, y que te lo corten como a un hombre…

   Aquello era demasiado. Todo el espacio de libertad que había conquistado con esfuerzos y sudores durante un año lo perdía en un instante. Su padre invadía su esfera de intimidad y entraba en su mundo como un elefante en una cacharrería, destrozando todo lo que encontraba a su paso. El autoritarismo hacía acto de presencia. Asustado por lo que se le venía encima Salva imploró a su padre:

   -Papá, por favor, yo llevo el pelo largo porque es moda y no molesto a nadie con ello. Todos los chicos de mi clase van así…

   El guardia civil se acercó a él, le miró fijamente a los ojos y gritándole le dejó las cosas bien claras:

   -Conmigo niñato no se negocia. A mí se me obedece y sin rechistar. Mientras estés bajo este techo tendrás que aceptar mis normas. Hasta dentro de dos años no serás mayor de edad y mientras tanto sólo te queda obedecerme. Me importa un rábano que a los chicos de tu clase sus padres les dejen llevar el pelo hasta el culo. Tú mañana irás conmigo a la barbería del cuartel. Te aseguro que yo a ti te domo. Y si pones la menor resistencia cuando lleguemos a casa te doy tal azotaina que no te vas a poder sentar en una semana. Ya sabes que yo no amenazo en balde; lo que digo lo cumplo. Y ahora mismo te pones el pijama y te acuestas. ¡A la cama ya mismo!

   Aquella noche Salva fue incapaz de conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en la que se le venía encima. A las ocho en punto de la mañana Armando irrumpió en el dormitorio del joven, subió la persiana y le arengó para que levantara. Le exigió que se duchase. Mientras Salva se aseaba, su padre aprovechó para enredar en su armario. Escogió para su vástago la ropa más digna que encontró en el ropero: un pantalón vaquero que no estaba desteñido, una camiseta blanca de algodón y unas zapatillas de deporte negras. Además le preparó la muda: un slip azul marino de licra y unos calcetines del mismo tono y de canalé. Aquellas eran las prendas que tenía que usar.

   Salva, con gran educación, le pidió a su padre que le pasase el albornoz y una toalla porque se le habían olvidado en el armario. De nuevo tuvo que escuchar los exabruptos paternales:

   -El señorito se ha pensado que su padre es un mayordomo. Sal como estés y déjate de remilgos.

   Salvador, que estaba completamente desnudo, se tapaba con las manos los genitales. Anduvo a saltitos hasta llegar al armario donde se guardaban las toallas. Armando se dedicó a observarle y recriminó que éste adoptase una actitud tan pudorosa:

   -Veo que sientes vergüenza de que tu padre te vea desnudo. De ser un vago es de lo que se te tendría que caer la cara a pedazos. ¡Estamos entre hombres, coño!...
      El guardia civil señaló con el dedo índice la ropa que debía ponerse el muchacho, mientras le miraba fijamente. No pronunció palabra alguna. El chico comenzó a vestirse, con la mirada baja, nervioso. Aquel silencio sepulcral le aterraba, se temía lo peor. Pero cuando su padre volvió a hablar no fue precisamente para felicitarle:

   -Esos calzoncillos o slip, como les llaman ahora, son una basura. Es nailon y el nailon no traspira. El médico del cuartel nos lo tiene dicho; debemos usarlos de algodón y de los blancos para que no tengamos irritaciones. Tendré que gastar dinero en calzoncillos y camisetas y tirarte esas bragas…

   Salvador sacó fuerzas de flaqueza y replicó a su padre:

   -Creo que la ropa interior es algo íntimo y que debo usar la que a mí más me guste. No se ve y por lo tanto a nadie le importa saber de qué color es o con qué tejido está confeccionada. No pienso llevar calzoncillos de esos que tú usas, los braslip de yayo. Estás avisado…

   Armando perdió el control en aquel preciso instante. Se acercó al chico y le levantó la mano en actitud amenazante. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Salvador bajó la cabeza, apretó los puños y se derrumbó, sollozaba y al mismo tiempo intentaba mantener la compostura y cierta dignidad. Pero sabía perfectamente que su padre tenía la sartén por el mango y que acabaría llevando los braslip blancos que usaban los abuelos. Hasta en eso iba a tener que ceder.

  Los zapatos castellanos que su padre le obligó a ponerse le apretaban. Había perdido la costumbre de usar este tipo de calzado y prefería unas cómodas zapatillas deportivas. Además tuvo que lustrárselos en la cocina por expreso deseo de su padre. Le exigió que los dejara como dos espejos, quería verse la cara reflejada en ellos. Se sintió como un esclavo, humillado, sometido y sin derecho a réplica.

   Su padre con un movimiento de cabeza le indicó que saliese con él a la calle. Tuvo que acelerar el paso porque Armando no caminaba como una persona, parecía un autómata; quiso así demostrarle a su hijo que se encontraba en perfecta forma física. Al llegar a la puerta del cuartel saludó al miembro que estaba de guardia y atravesó un patio muy grande. Salva le seguía como un perro, casi jadeando. A unos pocos metros de donde se encontraban acertó a pasar un señor mayor. Armando le presentó sus respetos con un “a sus órdenes mi capitán”. Salva estaba muy nervioso, le parecía irreal aquella situación. Entraron en una  de las oficinas del acuartelamiento. Armando preguntó por el cabo Mateo. El oficinista le llamó por teléfono a la cantina. A los pocos minutos hizo acto de presencia. Los dos compañeros se fundieron en un efusivo abrazo. Armando le presentó al chico, sin disimular su disgusto:

-Este jovencito con pinta de delincuente es Salva, mi hijo. Ha suspendido en gimnasia y en matemáticas; ¡A ver cómo lo arreglamos!…

Mateo respondió:

   -¡No pasa nada, hombre!, todos los chavales de su edad visten así. Tengo yo sobrinos que van todavía peor. De la gimnasia no te preocupes. Ya me dijiste una vez que no había logrado saltar el potro. Yo me encargo de todo; le voy a enseñar. Respecto a lo de las matemáticas tengo un cuñado, maestro nacional por más señas, que es un lince para los números. Ya le voy a decir que te cobre un precio de amigo. Como está pagando el piso le vienen bien unos ingresos extras.

   Pero Armando continúo haciendo preguntas:

   -Otra cosa, Mateo, quiero que a Salva le metan un buen corte de pelo. Me da asco verle con estas greñas; parece cualquier cosa. En los tiempos de Franco si pillábamos a algún vagabundo así lo pelábamos al cero sin contemplaciones. Si mi difunto padre me hubiera visto con estas lanas de la hostia que me hubiera metido me hubieran salido los piojos con muletas. Es que ni se me hubiera pasado por la imaginación…

   El cabo Mateo intentó que Armando se sosegara, le quitó hierro al asunto:

   -Hombre, los tiempos van cambiando y hay que adaptarse a ellos. Eugenio, el peluquero de la compañía, está de vacaciones. En su lugar han puesto a un tal Rupérez; le apodan Pelagatos, con esto ya está todo dicho. No te lo aconsejo. El otro día se montó un buen cisco porque dejó al capitán Sánchez igual que al chiquillo del esquilador. Echó mano a  la maquinilla y se le veían hasta las ideas. No le metió un arresto de puro milagro. Este Rupérez no creo que aguante el mes. No se le puede llamar barbero. Yo creo que lo más parecido a un corte de pelo que ha hecho en su vida ha sido esquilar a ovejas o algún burro; ¡vaya usted a saber! Viene destinado de Ceuta y estuvo de peluquero en un cuartel de la legión. En resumidas cuentas, no te recomiendo sus servicios. Antes de un mes vuelve Eugenio; espera hasta entonces.

   Pero Armando no atendía a razones:

   -Ni un solo día más voy a aguantar que mi hijo lleve estas pintas de degenerado. Al entrar me he encontrado con el capitán Sánchez y estoy seguro de que le ha mirado extrañado. Ni siquiera se ha acercado a saludarme; conmigo siempre ha sido muy amable. Hasta me ha parecido que le comentaba algo al de la garita de vigilancia. Seguro que ha querido enterarse de que tipo de maleante se había colado aquí.

   Mateo siguió intentando calmar a Armando:

   -Me parece que estás un poco paranoico, perdona que te lo diga. El capitán Sánchez siempre anda liado con mil historias. No se habrá parado contigo porque no tendría tiempo de hacerlo. Volviendo al tema te diré que cerca de aquí hay una peluquería de caballeros, que no es cara, y en donde cortan el pelo muy bien. Estuve el otro día y me dejaron fenomenal.

   Armando seguía en su línea belicosa:

   -Es que me jode pagar por un corte de pelo pudiendo conseguirlo aquí gratis. Creo que hay que aprovechar las pocas ventajas que tenemos de ser picoletos. Y te voy a decir otra cosa: cuanto más le corten el pelo a Salva más a gusto me  voy a quedar. El corte de pelo que te han hecho a ti  es pan para hoy y hambre para mañana. Dentro de quince días tendrás que volver. Además no sabes el gasto que tengo con este vaina. Le tengo que comprar ropa nueva, porque la que tiene no es digna ni del andrajoso más descastado que conozcas. Los pantalones vaqueros que usa están hechos jirones; Los lleva rotos, ¡coño! Tiene unas camisetas que parecen de una secta satánica, con el demonio estampado y símbolos extraños. Me voy a tener que gastar una buena parte del sueldo en comprarle ropa nueva. Lleva unos calzoncillos de esos que parecen bragas, algunos son tipo tanga. Me recuerdan a los que usaban los maricones que deteníamos cuando las redadas que hacíamos en aplicación de la  ley de vagos y maleantes. Media paga me voy a tener que gastar en adecentar al mocito.

   Mateo sabía que cuando su amigo se obcecaba no había quien le hiciera razonar. De seguro que sintió pena por el muchacho. Al fin y al cabo no  era más que un adolescente y se comportaba como tal. No creyó conveniente inmiscuirse en asuntos familiares ajenos. No le apetecía recibir una mala contestación y menos tener una enganchada con un compañero de armas al que le unía una vieja amistad. Los dos guardias civiles acordaron la hora en que Salvador debía acudir al cuartel para ser entrenado y se despidieron efusivamente.

   Luego vino un silencio prolongado. Salva no se atrevió a preguntar nada por temor a molestar a su padre. Armando se quedó quieto en medio del patio, con la mirada perdida, atusándose el bigote, en actitud reflexiva. Y finalmente tomó una determinación. Seguro que valoró los pros y los contras de que su hijo se cortara el pelo en el cuartel. Echando en saco roto los amigables consejos de Mateo rompió su silencio con una sola palabra, una orden directa y escueta como las que reciben los perros policías en su entrenamiento:

   -Sígueme.

 En el patio empedrado del cuartel el sol caía a plomo. Armando le sacaba a Salva un cuerpo de ventaja y éste contemplaba rezagado la alargada sombra de su padre, que se le antojó amenazante y un tanto siniestra. El muchacho fue conducido a un pabellón lateral y tras recorrer un largo pasillo se pararon junto a una puerta en la que figuraba un  rótulo con un vocablo que había caído en desuso: barbería.

   Salva palideció. Le entraron ganas de echar a correr, de fugarse. Y la forma en que se dirigió a él su padre no le ayudó a tranquilizarse:

   -Entra de una vez. ¡A ver si te convierten en algo parecido a un hombre!

   Salvador quemó su último cartucho, en un intento a la desesperada de hacer entran en razón a su progenitor:

   -Papá, mejor me corto el pelo en esa peluquería que te ha indicado Mateo. Por el dinero no te preocupes; me lo pago yo de mi bolsillo. Ya has oído lo que te han dicho del nuevo peluquero. A lo peor me lo corta mal, a trasquilones.

   Lo que el inexperto joven no podía imaginarse era que Pelagatos se encontraba escuchando tras la puerta y que tomó buena nota de estos comentarios ofensivos dirigidos hacia su persona. Era un hombre soberbio, con ademanes despóticos y que despreciaba a todo aquel que no pensaba como él. El chico había conseguido en un instante poner en su contra al oficial de barbería. La tensión fue in crescendo. Armando saludó caballerosamente al desconocido y le explicó el motivo de su presencia:

-¡Vamos a ver, maestro! Yo he estado aquí sirviendo más de quince años, ahora tengo el destino en Madrid. Siempre me ha cortado el pelo Eugenio. Me han dicho que está de vacaciones y que usted le sustituye. Sólo quiero que me deje al chico, a mi hijo, como a un recluta de los que destinaban a África. Usted ya me entiende, ¿verdad?…

   El barbero sonrió maliciosamente. Salva sintió de inmediato un rechazo instintivo hacia él. Era un hombre de aspecto rudo, con un ridículo bigotito recortado. Para combatir su galopante alopecia tuvo la ocurrencia de raparse al cero toda la cabeza y acabar así de un plumazo con el problema. En aquel tiempo a ningún peluquero de caballeros en su sano juicio se le hubiera ocurrido meterse un pelado tan brutal porque provocaría perplejidad y desconfianza entre sus potenciales clientes. Su manera de expresarse tampoco transmitió al joven la más mínima confianza:

   -Sin querer he escuchado la conversación que se traían entre ustedes dos. Parece ser que aquí al joven no le parezco lo suficientemente capacitado como para cortarle el pelo. Se le ve muy exigente. No me gusta ponerme medallas, pero quiero que sepa que yo además de cortar el pelo a la tropa he arreglado a corones y generales. La barbería del cuartel está para cortarse el pelo como indica el reglamento. Esto no es un salón de belleza donde te lavan la cabeza y te dan masajes capilares.

    Armando intentó reconciliarse con el barbero y para ello cargó las culpas sobre su imprudente hijo:

   -Le ruego que no tenga en cuenta las palabras del chico. Estos jóvenes de hoy en día no tienen educación ni respeto. He venido aquí precisamente para que le corte el pelo como a un hombre. Si lo llevo a una peluquería de la calle voy a tener que montar el numerito para conseguirlo. Quiero que sea usted el que tome la decisión de como pelarlo. Yo no voy a intervenir para nada y que quede bien claro que mi hijo no tiene derecho a opinar. Haga usted lo que crea más conveniente con el chico.

   Pelagatos sonrió; en esta ocasión había quedado de pie. Le complacía en grado sumo que un miembro de la benemérita le otorgase carta blanca para hacer su santa voluntad. Empezaba a estar más que harto de recibir instrucciones de todo el que se sentaba en el sillón, de tener que soportar comentarios adversos en torno a su supuesta falta de profesionalidad. La ocasión la pintaban calva y deseaba descargar su ira sobre aquel joven al que su propio padre le había retirado el derecho a opinar.

   -No perdamos más tiempo; qué tome asiento el señorito. Le voy a cortar el pelo de tal manera que le van a resbalar las moscas cuando se le posen en la cabeza.

   Como si estuviera abducido y sin voluntad, Salva se sentó. Tenía la mirada perdida. Ya todo le daba igual; cuanto antes pasase aquel mal trago mejor. Sabía que el pelo le terminaría creciendo pero aquel verano iba a ser terrible para él. Había deseado con ansiedad que llegaran las vacaciones estivales para poder así disfrutar de un tiempo de relax. Estudiaría la última semana para el examen de septiembre, pero hasta entonces podría convertir en realidad muchas de sus ilusiones. Con un poco de suerte tocaría en las verbenas de los pueblos de alrededor y se daría a conocer. La realidad no se iba a parecer en nada a sus sueños. No podría tocar la batería y encima iba a estar pelado como un soldado. Guardó silencio, pero su rostro reflejaba su malestar interior, su profunda angustia.
  
   El sillón, con el asiento y respaldo de rejilla, le resultaba incómodo; el trenzado se le clavaba en las nalgas. Comenzó a sudar. Se agarró con fuerza a los brazos de porcelana por temor a caer en la tentación de salir huyendo; sabía que no tenía escapatoria. El oficial de barbería le anudó al cuello una inmensa capa de color verde caqui. Salva asoció mentalmente este tono con la disciplina de la vida castrense. Desde la infancia sentía fobia por el verde; siempre que vestía alguna prenda de este color algún gracioso comentaba que se notaba que era “hijo de un guardia civil”, un “hijo del cuerpo”.

   Rupérez comenzó a pasarle un peine por la cabeza. Lo hacía con brusquedad y a toda velocidad, como queriendo molestarle, mostrando una mala disposición hacia el chico. Se fijó que el muchacho había tenido mechas. Al crecerle el pelo apenas eran perceptibles pero le apetecía sembrar cizaña y se lo hizo saber a su padre:

   -Caballero, tengo que enseñarle una cosa; tenga la amabilidad de acercarse. Aquí el mozo se nos ha pintado el pelo. Este tipo de trabajos sólo lo hacen en las peluquerías de señoras o en las unixes. Un buen profesional del gremio de caballero jamás se dignaría a hacer una cosa así.

   Armando se irritó aún más. Pelagatos sabía cómo herirle y sacarle de sus casillas:

   -Es lo que me faltaba por oír. Mi hijo se ha teñido el pelo y su madre encubriéndole. Está visto que si falto de casa todo se va al carajo.

  El barbero echó más leña al fuego:

   -Esto complica aún más las cosas. Habrá que cortar el pelo de raíz para eliminar el tinte. Si usted me autoriza…

   El guardia civil apretaba los puños como queriendo contener su ira. Y fue entonces cuando dejó bien claras las cosas:

   -Córtele usted el pelo todo lo que sea necesario. No se ande con contemplaciones. Si tiene que meterle la maquinilla del cero, pues al cero. Le vamos  a dar un buen escarmiento. Así aprenderá a no hacer este tipo de cosas. Me empieza a doler el estómago. Tengo la úlcera abierta por culpa de este mequetrefe. ¿Me puede dar un vaso de agua para tomarme una pastilla?

   Pelagatos sacó de un armario un vaso de cristal y le sirvió el agua de una botella de marca. Intentó animar al padre y se interesó por su estado de salud:

   -Usted no se preocupe que en esta vida todo tiene solución. Le meto la maquinilla al doble cero y así eliminamos los restos del tinte. El pelo que le salga será nuevo y de su color. No merece la pena enfermarse por tan poca cosa. Cuídese mucho el estómago que a la larga las úlceras dan problemas.

   Salvador se sentía como un reo de muerte sobre el patíbulo. El verdugo se estaba demorando mucho. Cuanto antes ejecutase la sentencia mejor. Él no necesitaba una pastilla para la úlcera sino tomar algún narcótico que le alejara de la realidad, alguna sustancia psicotrópica que le permitiera realizar algún viaje astral. Nada de esto era posible. Decidió resignarse ante la que se le venía encima: un rapado ¡al dos ceros!                                     Aquello era un atentado contra su integridad física, sin más paliativos. Nunca se había preocupado de recabar información sobre estos temas. Su padre solía hacer comentarios con otros compañeros del cuartel sobre su mili en África y los pelados de castigo que metían a casi todos los reclutas y soldados. No había prestado demasiada atención a aquellas batallitas. Ahora no se atrevía a preguntar porque se temía lo peor.

   El barbero también aprovechó para echar un trago de agua.  Acto seguido se pasó un cepillo con el mango de madera sobre la bata de color verde militar; en el bolsillo superior de la misma llevaba bordado el escudo de la benemérita. También se cepilló los pantalones que eran del mismo tono que la bata y con una bayeta se lustró los zapatos negros de cordones, los reglamentarios del uniforme. Al apoyar el pie sobre una tarima Salva observó que hasta los calcetines que usaba eran de color militar, finos y de canalé. Rupérez, al no ser miembro de la Guardia Civil, tampoco vestía según el reglamento del cuerpo. Aquel uniforme de trabajo se lo proporcionaron seguramente en la legión, para trabajar en calidad de barbero. Lo adaptó a su nuevo destino simplemente sustituyendo un escudo por otro. Con un peine pequeñito se repeinó el bigote, recortándolo también un poco con la ayuda de unas tijeras.

   Con estos prolegómenos pretendía que el muchacho sintiese más angustia, incrementando su sufrimiento. Evidentemente los comentarios que había escuchado desde la puerta habían ofendido su orgullo de profesional y ahora se estaba tomando la revancha. Lanzó una mirada provocativa al chico, que empezaba a sudar a borbotones. Sonrió con sorna, paladeando de antemano el dulce sabor de la venganza.

   A ambos lados del espejo colgaban  dos estanterías con baldas de cristal, montadas sobre una estructura de metal cromado. Encima de ellas se distribuía todo el instrumental de trabajo. Las herramientas aparecían perfectamente ordenadas, dispuestas en fila como si se tratase de soldados en formación. Centró su atención en las maquinillas de mano. Dudó a la hora de escoger el artefacto con el que iba a comenzar su faena. Murmuró algo parecido a:

   -Ésta la reservaré  para apurar el cuello. Con la eléctrica podré ir más rápido.

   Tenía también un par de maquinillas eléctricas colgadas de la pared: una de carcasa gris oscura y la otra era la tradicional Oster 76, negra, potente y amenazadora. Finalmente se decidió por esta última. La tomó entre sus manos y volvió a mirar a Salva, anunciándole sin palabras que ya había escogido el instrumento de tortura. Prendió la maquinilla y  la acercó al oído del chico, para que escuchase el zumbido de la misma. Acto seguido extendió la mano y se rasuró un poco de vello, comprobando que la cuchilla estaba suficientemente afilada. Salva observaba desde el sillón con perplejidad todos  estos prolegómenos.

   Al fin Rupérez, con gran parsimonia, levantó el artefacto y lo fue acercando hacia el muchacho hasta que entró en contacto con su frente. Éste comenzó a sentir la vibración de la cuchilla sobre la zona frontal; se movía a gran velocidad y arrasaba todo el pelo que encontraba a su paso. Ya no había vuelta atrás. Pudo ver como la maquinilla iba abriendo una ancha franja de cabellos milimétricos. El pelo era arrancado a mechones. A los pocos minutos toda la zona superior de su cráneo aparecía completamente despoblada. Copos de cabello flotaban en el aire, precipitándose contra el suelo o quedando atrapados en los pliegues de la capa.

   Aquella vibración tan intensa le produjo  a Salva una sensación desconocida y  extremadamente placentera. Comenzó a recrearse en el castigo. Tal vez se tratase de un sentimiento de autodefensa, un resorte psicológico para asimilar una situación a todas luces traumática. Aquello, por extraño que parezca, comenzó a gustarle. En su rostro se esbozó una sonrisa un tanto enigmática. El barbero se quedó perplejo; deseaba humillar al chico, hacerle sufrir y éste parecía gozar con el castigo. Continuó rapándolo a la espera de que en cualquier momento el joven se viniera abajo y empezara a mostrar algún signo de angustia. La Oster avanzaba imparable por los laterales y la zona trasera de la cabeza, cercenando los vigorosos cabellos de Salvador. Al poco el cráneo del muchacho adquirió la forma esférica que sólo se consigue tras un corte de pelo al rape. Con la ayuda del cepillo el barbero fue eliminando los diminutos cabellos que se habían adherido al cuero cabelludo. Intentó burlarse del chico acariciándole a contrapelo su monda cabeza. Rupérez sonreía con sarcasmo y Salva hacía lo propio mientras le miraba fijamente a los ojos. Pelagatos se encontraba desconcertado.

   Después sustituyó la maquinilla eléctrica por otra manual de púas muy estrechas. Previamente Rupérez le había aplicado un aceite especial y ajustado la tuerca superior para poder así moverla con mayor suavidad. Con la mano izquierda agarró la cabeza del muchacho, bajándosela a su comodidad y dejándosela inmovilizada. El campo de visión de Salva se redujo drásticamente. Solo podía contemplar la capa verde caqui, ensuciada con mechones su propio pelo. Al entrar en contacto la fría cuchilla de la maquinilla con la piel de su nuca sintió un escalofrío. No recordaba que le hubieran cortado el pelo nunca con un artefacto como este. Sintió un cosquilleo extraño, como si diminutos insectos le estuvieran mordisqueando el cuello. El sonido mecánico que producía el muelle al mover las cuchillas interiores era muy diferente al zumbido que emiten las maquinillas eléctricas. También empleó esta maquinilla manual para apurarle aún más la zona de las patillas.

   El barbero remató la faena sirviéndose de una antigua navaja barbera con el mango de nácar. Para que ésta se deslizara con mayor facilidad procedió previamente a enjabonar el cuello y la zona de las patillas. En una taza metálica, llena de agua caliente y con la ayuda de una brocha de tejón, Pelagatos obtuvo una abundante cantidad de jabón. La extendió sobre el cuero cabelludo del joven con la misma brocha, describiendo círculos concéntricos. Esta operación la realizó con gran meticulosidad. Cuando creyó que la piel estaba suficientemente reblandecida comenzó a pasar la navaja, primero a favor del pelo y luego a contrapelo. Mientras realizaba todas estas tareas se puso a silbar algo parecido a una marcha militar, seguramente algún himno de la legión.

   Cuando terminó de pelar al chico cogió el espejo de mano que se encontraba apoyado sobre una estantería y le mostró el resultado. Se burló del muchacho con saña y crueldad:

   -¡Mira que modernito has quedado! ¿Te das cuenta del esculpido a navaja que te he realizado? Apenas te lo he cortado…

   Salvador, a Dios gracias, tenía una cabeza regular y sin deformidades. Su cráneo de forma esférica parecía una bola de billar. El cuero cabelludo se le distinguía perfectamente. En la zona en que Pelagatos no le había metido la navaja tenía una largura de cabello de menos de un milímetro. El barbero continuó humillando al chico. Le acariciaba una y otra vez su rapado cráneo, cuya textura era similar a la del papel de lija.

   El padre de la víctima permanecía sentado y en silencio. Cumplió su promesa de no intervenir para nada, hasta que Rupérez le pidió su opinión:

   ¿Qué le parece, caballero? Observará que las mechas han desaparecido por completo. No he tenido que usar ningún decolorante que dañe el cabello del señorito.

   Tanto el barbero como Armando comenzaron a reírse a carcajada limpia. Salva permanecía en silencio, mirándose en el espejo y sin poder reconocerse. Aquel cráneo con forma de huevo no podía ser el suyo. La bombilla en que se había convertido su cabeza se iluminó con una brillante idea. Pensó que si su padre le había obligado a tomarse una taza de medicina él estaba dispuesto a beberse dos. Quería demostrarle que con un simple rapado no iba a conseguir doblegarle. Aún quedaba mucho hombre en aquel cuerpo de adolescente. Le lanzó un órdago:

   -Me alegro mucho de que los dos estén disfrutando tanto con mi corte de pelo. Tengo que reconocer que mi padre tiene razón en que me queda así mucho mejor. En realidad ya me estaba empezando a cansar de llevarlo tan largo. Pero no está bien cortado. He observado que se nota una raya en esta zona de las sienes. Será muy difícil difuminarla, ¿verdad?

   Salva intentaba herir a Pelagatos en su amor propio. Dejar patente que él no era ningún ignorante, sino un chico detallista que sabía apreciar el trabajo bien hecho. Sin embargo se había metido en un terreno peligroso ya que Rupérez no admitía este tipo de críticas. Su risa se transformó en ira al oír aquel reproche:

   -Yo creo que la disminución es perfecta. Deberás ir al oculista para que te regule la vista y pensártelo dos veces antes de criticar a un profesional como yo. Si no te gusta el resultado sólo hay una solución: afeitarte toda la cabeza. Tu padre seguro que no te deja.

    Rupérez no conocía bien a Armando. Aseguró categóricamente que no iba a intervenir y pensaba cumplir con la palabra dada. Lo  volvió a dejar bien claro:

   -Yo no pienso opinar sobre este tema. A usted le corresponde tomar una decisión. Sea la que sea la aceptaré de buen grado.

   Pelagatos no cabía de gozo. Se sentía pletórico y con ganas de seguir humillando al chico. Tal vez nunca más se le presentase una ocasión como aquella. Quería dejar la cabeza del muchacho sin la menor sombra de pelo; el cuero cabelludo al aire. Así aprendería a no ser impertinente.

   Sin decir nada se puso a actuar por su cuenta. Removió con la brocha el jabón y se lo fue extendiendo a Salva por el cráneo. Éste parecía una momia, con la cabeza embadurnada de espuma blanca. Con las cerdas de tejón iba dibujando circunferencias, ablandando el escaso cabello que quedaba en la cabeza del muchacho. Después, como si se tratase de un pintor abstracto, golpeaba con la brocha el cuero cabelludo, describiendo trazos. El joven notó una frescura muy placentera porque el jabón que le estaba aplicando el barbero contenía sustancias mentoladas. Cuando la piel estuvo reblandecida al máximo, Pelagatos se empleó a fondo con la navaja.  Con ella describía surcos y arrastraba pelillos milimétricos a su paso. Constantemente la limpiaba en un recipiente de goma con la base metálica. Era evidente que estaba disfrutando con su trabajo. Para evitar que el chico se moviera lo más mínimo colocó estratégicamente sobre su cabeza dos dedos de la mano izquierda mientras con la derecha continuaba rasurando.

   Llegó a darle hasta cuatro pasadas con la navaja barbera. Tocaba el cuero cabelludo una y otra vez en busca de algún pelo escondido. Aprovechó para sobar con insistencia el esférico cráneo del muchacho. Éste permanecía inmóvil en el sillón, como si estuviera ido, con la mirada perdida. Para evitar posibles irritaciones le aplicó un aceite por toda la cabeza que dio un aspecto aún más resplandeciente a la misma. Parecía una bola de marfil. La última gracia de Rupérez consistió en coger una gamuza y pasársela a Salva por su desnudo cráneo, puliéndoselo rítmicamente, al igual que hacen los limpiabotas para abrillantar el calzado de sus clientes. Además el barbero emitía un silbido cada vez que la bayeta se deslizaba de lado a lado.

   Pelagatos quitó la capa al chico y gritó con energía:

  -¡Servido!

      Salva no paraba de acariciarse el cráneo y sentir la piel desnuda y  tersa. Era una sensación completamente nueva. Sólo paró de hacerlo para estrechar la mano del barbero, la misma que le había castigado con inusual brutalidad. Pero no podía guardarle rencor porque aquello le estaba empezando a gustar y no os imagináis de qué manera. A partir de ese día Salvador se convirtió en un morboso de los cortes de pelo extremos. Nada como vivir una experiencia traumática para que el fetichismo eche raíces profundas.

    

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barcelona 5 real madrid 0 29/11/2010

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