Esta historia le ocurrió a uno de mis
compañeros de armas, con quien tuve el honor de hacer el servicio militar. El
muchacho en cuestión se llamaba Salvador. Era natural de Guadix, provincia de Granada, e hijo de un guardia
civil.
En la época en que sucedió lo que aquí os
narro Salva tenía 16 años y su padre
estaba destinado en Madrid. Al ser hijo único vivía solo con su madre. El chico
demostró sus aficiones musicales formando parte de una banda de rock en la que
tocaba la batería. Su padre era extremadamente autoritario y vivía obsesionado
con la idea de que su único hijo varón debía cursar estudios universitarios. Lo
que de ninguna manera le toleraba era que abandonase los estudios para
ejercitar actividades lúdicas. Salva, al sentirse durante un año libre de la
vigilancia paterna, aprovechó para enrolarse en Rock Guadix, así se llamaba el grupo musical, y sus calificaciones
académicas comenzaron a bajar.
Pero el destino cruel le tenía preparada una
desagradable sorpresa. Su madre, oriunda de la provincia de Badajoz, tuvo que
acudir a cuidar a la abuela del muchacho. Para que éste no se quedase solo en
casa, como hubiera sido su deseo, su padre cogió vacaciones y regresó a Guadix.
Apenas disfrutó de seis horas de libertad.
Aprovechó para tumbarse en el sillón, mejor dicho despatarrarse, y poner el
equipo de música a todo volumen. Con aquel ruido ensordecedor no pudo
percatarse de que su padre había introducido la llave en la cerradura. No se
enteró de su llegada hasta que éste abrió las puertas correderas del salón.
Intentó ser cariñoso con él, se puso de pie y le besó efusivamente. Armando,
este era el nombre del guardia civil, era un caballero de edad media, moreno de
piel y con el pelo negro y muy corto, ojos oscuros y el característico bigote
que suelen usar los miembros de la benemérita.
Las primeras horas que pasaron juntos
fueron de tanteo. Armando y Salva se observaban mutuamente. El hijo le tenía un
gran respeto a su padre y procuraba bailarle el agua, escuchando atentamente
sus consejos. Cuando terminó de cenar Armando, y después del tradicional
cafetito, pidió cuentas al chico sobre
su rendimiento escolar:
-Salvador, hijo mío, quiero ver las notas.
No intentes camelarme con tu verborrea. Yo quiero saber cuáles son tus
calificaciones.
Ante la insistencia de su padre no le quedó
más remedio a Salva que poner en conocimiento de éste sus dos suspensos en
matemáticas y gimnasia. El guardia civil permaneció callado durante un par de
minutos pero con la mirada taladraba al chico que se sentía muy incómodo.
Prefería mil veces una monserga, incluso algún que otro grito, que aquel
silencio amenazador. Se barruntaba lo peor. Cuando Armando comenzó a hablar las
paredes de la sala temblaron. Un escalofrío recorrió su cuerpo, el miedo se
apoderó de él:
-¡Muy bien por el señorito! Su padre
trabajando como un cabrón, haciendo horas extras en un destino durísimo para
ganar todo el dinero que pueda y así poder pagarle los estudios universitarios
y él mientras tanto haciendo lo que le viene en gana, malgastando el tiempo…
Salvador se defendió lo mejor que pudo.
Achacó su suspenso en las matemáticas a que el profesor no explicaba bien la
asignatura. Exageró deliberadamente las cifras del fracaso escolar, asegurando
que más de la mitad de la clase tenía la asignatura pendiente. Le prometió
enmendarse y dedicarse todo el verano a estudiar de firme, para así obtener una
buena nota en septiembre. Su padre no se conformaba con promesas, quería
resultados. Y comenzó a tomar medidas drásticas:
-Lo primero de todo es buscarte un buen
profesor particular. Hablaré con el cabo Mateo por si conoce a alguno que esté
disponible. A ti, hijo mío, no se te puede dejar solo; necesitas mucha
disciplina. Te vas a pasar todas las mañanas del mes de julio estudiando
matemáticas, las horas que sean necesarias. Por las tardes, a partir de las
cinco, irás a la casa cuartel y allí Mateo te meterá en cintura y te enseñará a
saltar el potro. En esta vida todo tiene remedio.
Los planes que para el verano tenía Salvador
se vinieron abajo como un castillo de arena azotado por la marea alta. Intentó
que su padre le concediese un par de horas al día para poder ensayar con el
grupo de rock. Sus palabras cayeron en saco roto y su propuesta para lo único
que sirvió fue para encolerizar más a Armando:
-Yo ya me imaginaba que había algo de eso.
La mierda de música esa que escuchas te está absorbiendo el seso. No sirve más
que para hacerte perder el tiempo, tiempo que necesitas para estudiar. Yo voy a
cortar el mal de raíz. Te prohíbo terminantemente que vuelvas a acudir a ese
local del ayuntamiento, ni siquiera como visitante. Si me desobedeces me
acabaré enterando y tú y yo vamos a tener un problema muy serio. ¿He hablado
con claridad o es necesario que te lo repita?
Salva aceptó aquel severo rapapolvo. Sabía
que había perdido la batalla y que como mucho se tendría que conformar con
escuchar, cuando no estuviera su padre presente, alguno de los discos que tanto
le gustaban. Pero el guardia civil todavía se guardaba la sorpresa más amarga
debajo de la manga. Salvador pidió permiso a su padre para retirarse a su
habitación y poder acostarse. Con acritud Armando se despidió de su hijo:
-¡Vete a la cama de una vez!; prefiero
perderte de vista. Me va a sentar mal la cena por tu culpa. Ya me noto la
úlcera. Márchate cuanto antes…
El joven, cabizbajo y apenado, se retiró y
de repente su padre pronunció unas palabras que le dejaron paralizado junto a
la puerta del salón:
-Por cierto, vas hecho un guarro. Esa
camiseta que llevas, que tiene impresa al demonio, no te la vas a volver a
poner nunca más; soy capaz de quemártela. Mañana te quiero ver con unos
pantalones de vestir y no con esos pingos de vaqueros que usas.
Salva se defendió lo mejor que pudo:
-Papá yo ya no tengo pantalones de vestir,
sólo vaqueros y tampoco uso camisas.
Pues aunque tuviera que pedir la paga por
adelantado, aunque me viese obligado a hipotecar el piso para comprarte ropa, lo
haría. Tú desde mañana mismo vas a empezar a vestir como un hombre, no como un
delincuente. Los chorizos a los que hemos detenido en Madrid iban cien veces
mejor vestidos que tú. Me das mucha vergüenza hijo mío. A ti de esas fachas no
se te puede presentar en sociedad y menos en el cuartel. La culpa es de tu
madre que te consiente todo, que no te pone límites a nada. Por cierto con ese
pelo pareces un maricón, largo y sedoso, como si tuvieras que hacer un anuncio
de champú. Mañana mismo te voy a llevar a la barbería del cuartel a primera
hora, que es cuando menos gente hay, y que te lo corten como a un hombre…
Aquello era demasiado. Todo el espacio de
libertad que había conquistado con esfuerzos y sudores durante un año lo perdía
en un instante. Su padre invadía su esfera de intimidad y entraba en su mundo
como un elefante en una cacharrería, destrozando todo lo que encontraba a su
paso. El autoritarismo hacía acto de presencia. Asustado por lo que se le venía
encima Salva imploró a su padre:
-Papá, por favor, yo llevo el pelo largo
porque es moda y no molesto a nadie con ello. Todos los chicos de mi clase van
así…
El guardia civil se acercó a él, le miró
fijamente a los ojos y gritándole le dejó las cosas bien claras:
-Conmigo niñato no se negocia. A mí se me
obedece y sin rechistar. Mientras estés bajo este techo tendrás que aceptar mis
normas. Hasta dentro de dos años no serás mayor de edad y mientras tanto sólo
te queda obedecerme. Me importa un rábano que a los chicos de tu clase sus
padres les dejen llevar el pelo hasta el culo. Tú mañana irás conmigo a la
barbería del cuartel. Te aseguro que yo a ti te domo. Y si pones la menor
resistencia cuando lleguemos a casa te doy tal azotaina que no te vas a poder
sentar en una semana. Ya sabes que yo no amenazo en balde; lo que digo lo
cumplo. Y ahora mismo te pones el pijama y te acuestas. ¡A la cama ya mismo!
Aquella noche Salva fue incapaz de conciliar
el sueño. No podía dejar de pensar en la que se le venía encima. A las ocho en
punto de la mañana Armando irrumpió en el dormitorio del joven, subió la
persiana y le arengó para que levantara. Le exigió que se duchase. Mientras
Salva se aseaba, su padre aprovechó para enredar en su armario. Escogió para su
vástago la ropa más digna que encontró en el ropero: un pantalón vaquero que no
estaba desteñido, una camiseta blanca de algodón y unas zapatillas de deporte
negras. Además le preparó la muda: un slip azul marino de licra y unos
calcetines del mismo tono y de canalé. Aquellas eran las prendas que tenía que
usar.
Salva, con gran educación, le pidió a su
padre que le pasase el albornoz y una toalla porque se le habían olvidado en el
armario. De nuevo tuvo que escuchar los exabruptos paternales:
-El señorito se ha pensado que su padre es
un mayordomo. Sal como estés y déjate de remilgos.
Salvador, que estaba completamente desnudo, se
tapaba con las manos los genitales. Anduvo a saltitos hasta llegar al armario
donde se guardaban las toallas. Armando se dedicó a observarle y recriminó que
éste adoptase una actitud tan pudorosa:
-Veo que sientes vergüenza de que tu padre
te vea desnudo. De ser un vago es de lo que se te tendría que caer la cara a
pedazos. ¡Estamos entre hombres, coño!...
El
guardia civil señaló con el dedo índice la ropa que debía ponerse el muchacho,
mientras le miraba fijamente. No pronunció palabra alguna. El chico comenzó a
vestirse, con la mirada baja, nervioso. Aquel silencio sepulcral le aterraba,
se temía lo peor. Pero cuando su padre volvió a hablar no fue precisamente para
felicitarle:
-Esos calzoncillos o slip, como les llaman ahora,
son una basura. Es nailon y el nailon no traspira. El médico del cuartel nos lo
tiene dicho; debemos usarlos de algodón y de los blancos para que no tengamos
irritaciones. Tendré que gastar dinero en calzoncillos y camisetas y tirarte
esas bragas…
Salvador sacó fuerzas de flaqueza y replicó
a su padre:
-Creo que la ropa interior es algo íntimo y
que debo usar la que a mí más me guste. No se ve y por lo tanto a nadie le
importa saber de qué color es o con qué tejido está confeccionada. No pienso
llevar calzoncillos de esos que tú usas, los braslip de yayo. Estás avisado…
Armando perdió el control en aquel preciso
instante. Se acercó al chico y le levantó la mano en actitud amenazante. La
tensión se podía cortar con un cuchillo. Salvador bajó la cabeza, apretó los
puños y se derrumbó, sollozaba y al mismo tiempo intentaba mantener la
compostura y cierta dignidad. Pero sabía perfectamente que su padre tenía la
sartén por el mango y que acabaría llevando los braslip blancos que usaban los
abuelos. Hasta en eso iba a tener que ceder.
Los zapatos castellanos que su padre le
obligó a ponerse le apretaban. Había perdido la costumbre de usar este tipo de
calzado y prefería unas cómodas zapatillas deportivas. Además tuvo que
lustrárselos en la cocina por expreso deseo de su padre. Le exigió que los
dejara como dos espejos, quería verse la cara reflejada en ellos. Se sintió
como un esclavo, humillado, sometido y sin derecho a réplica.
Su padre con un movimiento de cabeza le
indicó que saliese con él a la calle. Tuvo que acelerar el paso porque Armando
no caminaba como una persona, parecía un autómata; quiso así demostrarle a su
hijo que se encontraba en perfecta forma física. Al llegar a la puerta del
cuartel saludó al miembro que estaba de guardia y atravesó un patio muy grande.
Salva le seguía como un perro, casi jadeando. A unos pocos metros de donde se
encontraban acertó a pasar un señor mayor. Armando le presentó sus respetos con
un “a sus órdenes mi capitán”. Salva estaba muy nervioso, le parecía irreal
aquella situación. Entraron en una de
las oficinas del acuartelamiento. Armando preguntó por el cabo Mateo. El
oficinista le llamó por teléfono a la cantina. A los pocos minutos hizo acto de
presencia. Los dos compañeros se fundieron en un efusivo abrazo. Armando le
presentó al chico, sin disimular su disgusto:
-Este jovencito con
pinta de delincuente es Salva, mi hijo. Ha suspendido en gimnasia y en
matemáticas; ¡A ver cómo lo arreglamos!…
Mateo respondió:
-¡No pasa nada, hombre!, todos los chavales
de su edad visten así. Tengo yo sobrinos que van todavía peor. De la gimnasia
no te preocupes. Ya me dijiste una vez que no había logrado saltar el potro. Yo
me encargo de todo; le voy a enseñar. Respecto a lo de las matemáticas tengo un
cuñado, maestro nacional por más señas, que es un lince para los números. Ya le
voy a decir que te cobre un precio de amigo. Como está pagando el piso le vienen
bien unos ingresos extras.
Pero Armando continúo haciendo preguntas:
-Otra cosa, Mateo, quiero que a Salva le
metan un buen corte de pelo. Me da asco verle con estas greñas; parece
cualquier cosa. En los tiempos de Franco si pillábamos a algún vagabundo así lo
pelábamos al cero sin contemplaciones. Si mi difunto padre me hubiera visto con
estas lanas de la hostia que me hubiera metido me hubieran salido los piojos
con muletas. Es que ni se me hubiera pasado por la imaginación…
El cabo Mateo intentó que Armando se
sosegara, le quitó hierro al asunto:
-Hombre, los tiempos van cambiando y hay que
adaptarse a ellos. Eugenio, el peluquero de la compañía, está de vacaciones. En
su lugar han puesto a un tal Rupérez; le apodan Pelagatos, con esto ya está
todo dicho. No te lo aconsejo. El otro día se montó un buen cisco porque dejó
al capitán Sánchez igual que al chiquillo del esquilador. Echó mano a la maquinilla y se le veían hasta las ideas.
No le metió un arresto de puro milagro. Este Rupérez no creo que aguante el
mes. No se le puede llamar barbero. Yo creo que lo más parecido a un corte de
pelo que ha hecho en su vida ha sido esquilar a ovejas o algún burro; ¡vaya
usted a saber! Viene destinado de Ceuta y estuvo de peluquero en un cuartel de
la legión. En resumidas cuentas, no te recomiendo sus servicios. Antes de un
mes vuelve Eugenio; espera hasta entonces.
Pero Armando no atendía a razones:
-Ni un solo día más voy a aguantar que mi
hijo lleve estas pintas de degenerado. Al entrar me he encontrado con el
capitán Sánchez y estoy seguro de que le ha mirado extrañado. Ni siquiera se ha
acercado a saludarme; conmigo siempre ha sido muy amable. Hasta me ha parecido
que le comentaba algo al de la garita de vigilancia. Seguro que ha querido
enterarse de que tipo de maleante se había colado aquí.
Mateo siguió intentando calmar a Armando:
-Me parece que estás un poco paranoico, perdona
que te lo diga. El capitán Sánchez siempre anda liado con mil historias. No se
habrá parado contigo porque no tendría tiempo de hacerlo. Volviendo al tema te
diré que cerca de aquí hay una peluquería de caballeros, que no es cara, y en
donde cortan el pelo muy bien. Estuve el otro día y me dejaron fenomenal.
Armando seguía en su línea belicosa:
-Es que me jode pagar por un corte de pelo pudiendo
conseguirlo aquí gratis. Creo que hay que aprovechar las pocas ventajas que
tenemos de ser picoletos. Y te voy a decir otra cosa: cuanto más le corten el
pelo a Salva más a gusto me voy a quedar.
El corte de pelo que te han hecho a ti
es pan para hoy y hambre para mañana. Dentro de quince días tendrás que
volver. Además no sabes el gasto que tengo con este vaina. Le tengo que comprar
ropa nueva, porque la que tiene no es digna ni del andrajoso más descastado que
conozcas. Los pantalones vaqueros que usa están hechos jirones; Los lleva rotos,
¡coño! Tiene unas camisetas que parecen de una secta satánica, con el demonio
estampado y símbolos extraños. Me voy a tener que gastar una buena parte del
sueldo en comprarle ropa nueva. Lleva unos calzoncillos de esos que parecen
bragas, algunos son tipo tanga. Me recuerdan a los que usaban los maricones que
deteníamos cuando las redadas que hacíamos en aplicación de la ley de vagos y maleantes. Media paga me voy a
tener que gastar en adecentar al mocito.
Mateo sabía que cuando su amigo se obcecaba
no había quien le hiciera razonar. De seguro que sintió pena por el muchacho.
Al fin y al cabo no era más que un
adolescente y se comportaba como tal. No creyó conveniente inmiscuirse en
asuntos familiares ajenos. No le apetecía recibir una mala contestación y menos
tener una enganchada con un compañero de armas al que le unía una vieja
amistad. Los dos guardias civiles acordaron la hora en que Salvador debía
acudir al cuartel para ser entrenado y se despidieron efusivamente.
Luego vino un silencio prolongado. Salva no
se atrevió a preguntar nada por temor a molestar a su padre. Armando se quedó
quieto en medio del patio, con la mirada perdida, atusándose el bigote, en
actitud reflexiva. Y finalmente tomó una determinación. Seguro que valoró los
pros y los contras de que su hijo se cortara el pelo en el cuartel. Echando en
saco roto los amigables consejos de Mateo rompió su silencio con una sola
palabra, una orden directa y escueta como las que reciben los perros policías
en su entrenamiento:
-Sígueme.
En el patio empedrado del cuartel el sol caía
a plomo. Armando le sacaba a Salva un cuerpo de ventaja y éste contemplaba
rezagado la alargada sombra de su padre, que se le antojó amenazante y un tanto
siniestra. El muchacho fue conducido a un pabellón lateral y tras recorrer un
largo pasillo se pararon junto a una puerta en la que figuraba un rótulo con un vocablo que había caído en
desuso: barbería.
Salva palideció. Le entraron ganas de echar
a correr, de fugarse. Y la forma en que se dirigió a él su padre no le ayudó a
tranquilizarse:
-Entra de una vez. ¡A ver si te convierten
en algo parecido a un hombre!
Salvador quemó su último cartucho, en un
intento a la desesperada de hacer entran en razón a su progenitor:
-Papá, mejor me corto el pelo en esa
peluquería que te ha indicado Mateo. Por el dinero no te preocupes; me lo pago
yo de mi bolsillo. Ya has oído lo que te han dicho del nuevo peluquero. A lo
peor me lo corta mal, a trasquilones.
Lo que el inexperto joven no podía imaginarse
era que Pelagatos se encontraba escuchando tras la puerta y que tomó buena nota
de estos comentarios ofensivos dirigidos hacia su persona. Era un hombre
soberbio, con ademanes despóticos y que despreciaba a todo aquel que no pensaba
como él. El chico había conseguido en un instante poner en su contra al oficial
de barbería. La tensión fue in crescendo. Armando saludó caballerosamente al
desconocido y le explicó el motivo de su presencia:
-¡Vamos a ver,
maestro! Yo he estado aquí sirviendo más de quince años, ahora tengo el destino
en Madrid. Siempre me ha cortado el pelo Eugenio. Me han dicho que está de
vacaciones y que usted le sustituye. Sólo quiero que me deje al chico, a mi
hijo, como a un recluta de los que destinaban a África. Usted ya me entiende, ¿verdad?…
El barbero sonrió maliciosamente. Salva
sintió de inmediato un rechazo instintivo hacia él. Era un hombre de aspecto
rudo, con un ridículo bigotito recortado. Para combatir su galopante alopecia tuvo
la ocurrencia de raparse al cero toda la cabeza y acabar así de un plumazo con
el problema. En aquel tiempo a ningún peluquero de caballeros en su sano juicio
se le hubiera ocurrido meterse un pelado tan brutal porque provocaría
perplejidad y desconfianza entre sus potenciales clientes. Su manera de
expresarse tampoco transmitió al joven la más mínima confianza:
-Sin querer he escuchado la conversación que
se traían entre ustedes dos. Parece ser que aquí al joven no le parezco lo
suficientemente capacitado como para cortarle el pelo. Se le ve muy exigente.
No me gusta ponerme medallas, pero quiero que sepa que yo además de cortar el
pelo a la tropa he arreglado a corones y generales. La barbería del cuartel
está para cortarse el pelo como indica el reglamento. Esto no es un salón de
belleza donde te lavan la cabeza y te dan masajes capilares.
Armando intentó reconciliarse con el
barbero y para ello cargó las culpas sobre su imprudente hijo:
-Le ruego que no tenga en cuenta las
palabras del chico. Estos jóvenes de hoy en día no tienen educación ni respeto.
He venido aquí precisamente para que le corte el pelo como a un hombre. Si lo
llevo a una peluquería de la calle voy a tener que montar el numerito para
conseguirlo. Quiero que sea usted el que tome la decisión de como pelarlo. Yo
no voy a intervenir para nada y que quede bien claro que mi hijo no tiene
derecho a opinar. Haga usted lo que crea más conveniente con el chico.
Pelagatos sonrió; en esta ocasión había
quedado de pie. Le complacía en grado sumo que un miembro de la benemérita le
otorgase carta blanca para hacer su santa voluntad. Empezaba a estar más que
harto de recibir instrucciones de todo el que se sentaba en el sillón, de tener
que soportar comentarios adversos en torno a su supuesta falta de
profesionalidad. La ocasión la pintaban calva y deseaba descargar su ira sobre
aquel joven al que su propio padre le había retirado el derecho a opinar.
-No perdamos más tiempo; qué tome asiento el
señorito. Le voy a cortar el pelo de tal manera que le van a resbalar las
moscas cuando se le posen en la cabeza.
Como si estuviera abducido y sin voluntad,
Salva se sentó. Tenía la mirada perdida. Ya todo le daba igual; cuanto antes
pasase aquel mal trago mejor. Sabía que el pelo le terminaría creciendo pero
aquel verano iba a ser terrible para él. Había deseado con ansiedad que
llegaran las vacaciones estivales para poder así disfrutar de un tiempo de
relax. Estudiaría la última semana para el examen de septiembre, pero hasta
entonces podría convertir en realidad muchas de sus ilusiones. Con un poco de
suerte tocaría en las verbenas de los pueblos de alrededor y se daría a
conocer. La realidad no se iba a parecer en nada a sus sueños. No podría tocar
la batería y encima iba a estar pelado como un soldado. Guardó silencio, pero
su rostro reflejaba su malestar interior, su profunda angustia.
El sillón, con el asiento y respaldo de
rejilla, le resultaba incómodo; el trenzado se le clavaba en las nalgas.
Comenzó a sudar. Se agarró con fuerza a los brazos de porcelana por temor a
caer en la tentación de salir huyendo; sabía que no tenía escapatoria. El
oficial de barbería le anudó al cuello una inmensa capa de color verde caqui.
Salva asoció mentalmente este tono con la disciplina de la vida castrense.
Desde la infancia sentía fobia por el verde; siempre que vestía alguna prenda
de este color algún gracioso comentaba que se notaba que era “hijo de un
guardia civil”, un “hijo del cuerpo”.
Rupérez comenzó a pasarle un peine por la
cabeza. Lo hacía con brusquedad y a toda velocidad, como queriendo molestarle,
mostrando una mala disposición hacia el chico. Se fijó que el muchacho había
tenido mechas. Al crecerle el pelo apenas eran perceptibles pero le apetecía
sembrar cizaña y se lo hizo saber a su padre:
-Caballero, tengo que enseñarle una cosa; tenga
la amabilidad de acercarse. Aquí el mozo se nos ha pintado el pelo. Este tipo
de trabajos sólo lo hacen en las peluquerías de señoras o en las unixes. Un buen
profesional del gremio de caballero jamás se dignaría a hacer una cosa así.
Armando se irritó aún más. Pelagatos sabía
cómo herirle y sacarle de sus casillas:
-Es lo que me faltaba por oír. Mi hijo se ha
teñido el pelo y su madre encubriéndole. Está visto que si falto de casa todo
se va al carajo.
El barbero echó más leña al fuego:
-Esto complica aún más las cosas. Habrá que
cortar el pelo de raíz para eliminar el tinte. Si usted me autoriza…
El guardia civil apretaba los puños como
queriendo contener su ira. Y fue entonces cuando dejó bien claras las cosas:
-Córtele usted el pelo todo lo que sea
necesario. No se ande con contemplaciones. Si tiene que meterle la maquinilla
del cero, pues al cero. Le vamos a dar un
buen escarmiento. Así aprenderá a no hacer este tipo de cosas. Me empieza a
doler el estómago. Tengo la úlcera abierta por culpa de este mequetrefe. ¿Me
puede dar un vaso de agua para tomarme una pastilla?
Pelagatos sacó de un armario un vaso de
cristal y le sirvió el agua de una botella de marca. Intentó animar al padre y
se interesó por su estado de salud:
-Usted no se preocupe que en esta vida todo
tiene solución. Le meto la maquinilla al doble cero y así eliminamos los restos
del tinte. El pelo que le salga será nuevo y de su color. No merece la pena
enfermarse por tan poca cosa. Cuídese mucho el estómago que a la larga las
úlceras dan problemas.
Salvador se sentía como un reo de muerte
sobre el patíbulo. El verdugo se estaba demorando mucho. Cuanto antes ejecutase
la sentencia mejor. Él no necesitaba una pastilla para la úlcera sino tomar
algún narcótico que le alejara de la realidad, alguna sustancia psicotrópica
que le permitiera realizar algún viaje astral. Nada de esto era posible.
Decidió resignarse ante la que se le venía encima: un rapado ¡al dos ceros! Aquello era
un atentado contra su integridad física, sin más paliativos. Nunca se había
preocupado de recabar información sobre estos temas. Su padre solía hacer
comentarios con otros compañeros del cuartel sobre su mili en África y los
pelados de castigo que metían a casi todos los reclutas y soldados. No había
prestado demasiada atención a aquellas batallitas. Ahora no se atrevía a
preguntar porque se temía lo peor.
El barbero también aprovechó para echar un
trago de agua. Acto seguido se pasó un
cepillo con el mango de madera sobre la bata de color verde militar; en el
bolsillo superior de la misma llevaba bordado el escudo de la benemérita.
También se cepilló los pantalones que eran del mismo tono que la bata y con una
bayeta se lustró los zapatos negros de cordones, los reglamentarios del
uniforme. Al apoyar el pie sobre una tarima Salva observó que hasta los
calcetines que usaba eran de color militar, finos y de canalé. Rupérez, al no ser
miembro de la Guardia Civil, tampoco vestía según el reglamento del cuerpo.
Aquel uniforme de trabajo se lo proporcionaron seguramente en la legión, para
trabajar en calidad de barbero. Lo adaptó a su nuevo destino simplemente
sustituyendo un escudo por otro. Con un peine pequeñito se repeinó el bigote,
recortándolo también un poco con la ayuda de unas tijeras.
Con estos prolegómenos pretendía que el
muchacho sintiese más angustia, incrementando su sufrimiento. Evidentemente los
comentarios que había escuchado desde la puerta habían ofendido su orgullo de
profesional y ahora se estaba tomando la revancha. Lanzó una mirada provocativa
al chico, que empezaba a sudar a borbotones. Sonrió con sorna, paladeando de
antemano el dulce sabor de la venganza.
A ambos lados del espejo colgaban dos estanterías con baldas de cristal,
montadas sobre una estructura de metal cromado. Encima de ellas se distribuía
todo el instrumental de trabajo. Las herramientas aparecían perfectamente
ordenadas, dispuestas en fila como si se tratase de soldados en formación.
Centró su atención en las maquinillas de mano. Dudó a la hora de escoger el
artefacto con el que iba a comenzar su faena. Murmuró algo parecido a:
-Ésta la reservaré para apurar el cuello. Con la eléctrica podré
ir más rápido.
Tenía también un par de maquinillas
eléctricas colgadas de la pared: una de carcasa gris oscura y la otra era la
tradicional Oster 76, negra, potente y amenazadora. Finalmente se decidió por
esta última. La tomó entre sus manos y volvió a mirar a Salva, anunciándole sin
palabras que ya había escogido el instrumento de tortura. Prendió la maquinilla
y la acercó al oído del chico, para que
escuchase el zumbido de la misma. Acto seguido extendió la mano y se rasuró un
poco de vello, comprobando que la cuchilla estaba suficientemente afilada.
Salva observaba desde el sillón con perplejidad todos estos prolegómenos.
Al fin Rupérez, con gran parsimonia, levantó
el artefacto y lo fue acercando hacia el muchacho hasta que entró en contacto
con su frente. Éste comenzó a sentir la vibración de la cuchilla sobre la zona
frontal; se movía a gran velocidad y arrasaba todo el pelo que encontraba a su
paso. Ya no había vuelta atrás. Pudo ver como la maquinilla iba abriendo una
ancha franja de cabellos milimétricos. El pelo era arrancado a mechones. A los
pocos minutos toda la zona superior de su cráneo aparecía completamente
despoblada. Copos de cabello flotaban en el aire, precipitándose contra el
suelo o quedando atrapados en los pliegues de la capa.
Aquella vibración tan intensa le produjo a Salva una sensación desconocida y extremadamente placentera. Comenzó a
recrearse en el castigo. Tal vez se tratase de un sentimiento de autodefensa,
un resorte psicológico para asimilar una situación a todas luces traumática.
Aquello, por extraño que parezca, comenzó a gustarle. En su rostro se esbozó
una sonrisa un tanto enigmática. El barbero se quedó perplejo; deseaba humillar
al chico, hacerle sufrir y éste parecía gozar con el castigo. Continuó
rapándolo a la espera de que en cualquier momento el joven se viniera abajo y
empezara a mostrar algún signo de angustia. La Oster avanzaba imparable por los
laterales y la zona trasera de la cabeza, cercenando los vigorosos cabellos de
Salvador. Al poco el cráneo del muchacho adquirió la forma esférica que sólo se
consigue tras un corte de pelo al rape. Con la ayuda del cepillo el barbero fue
eliminando los diminutos cabellos que se habían adherido al cuero cabelludo.
Intentó burlarse del chico acariciándole a contrapelo su monda cabeza. Rupérez
sonreía con sarcasmo y Salva hacía lo propio mientras le miraba fijamente a los
ojos. Pelagatos se encontraba desconcertado.
Después sustituyó la maquinilla eléctrica
por otra manual de púas muy estrechas. Previamente Rupérez le había aplicado un
aceite especial y ajustado la tuerca superior para poder así moverla con mayor
suavidad. Con la mano izquierda agarró la cabeza del muchacho, bajándosela a su
comodidad y dejándosela inmovilizada. El campo de visión de Salva se redujo
drásticamente. Solo podía contemplar la capa verde caqui, ensuciada con
mechones su propio pelo. Al entrar en contacto la fría cuchilla de la
maquinilla con la piel de su nuca sintió un escalofrío. No recordaba que le
hubieran cortado el pelo nunca con un artefacto como este. Sintió un cosquilleo
extraño, como si diminutos insectos le estuvieran mordisqueando el cuello. El
sonido mecánico que producía el muelle al mover las cuchillas interiores era
muy diferente al zumbido que emiten las maquinillas eléctricas. También empleó
esta maquinilla manual para apurarle aún más la zona de las patillas.
El barbero remató la faena sirviéndose de
una antigua navaja barbera con el mango de nácar. Para que ésta se deslizara
con mayor facilidad procedió previamente a enjabonar el cuello y la zona de las
patillas. En una taza metálica, llena de agua caliente y con la ayuda de una
brocha de tejón, Pelagatos obtuvo una abundante cantidad de jabón. La extendió
sobre el cuero cabelludo del joven con la misma brocha, describiendo círculos
concéntricos. Esta operación la realizó con gran meticulosidad. Cuando creyó
que la piel estaba suficientemente reblandecida comenzó a pasar la navaja,
primero a favor del pelo y luego a contrapelo. Mientras realizaba todas estas
tareas se puso a silbar algo parecido a una marcha militar, seguramente algún
himno de la legión.
Cuando terminó de pelar al chico cogió el
espejo de mano que se encontraba apoyado sobre una estantería y le mostró el
resultado. Se burló del muchacho con saña y crueldad:
-¡Mira que modernito has quedado! ¿Te das
cuenta del esculpido a navaja que te he realizado? Apenas te lo he cortado…
Salvador, a Dios gracias, tenía una cabeza
regular y sin deformidades. Su cráneo de forma esférica parecía una bola de
billar. El cuero cabelludo se le distinguía perfectamente. En la zona en que
Pelagatos no le había metido la navaja tenía una largura de cabello de menos de
un milímetro. El barbero continuó humillando al chico. Le acariciaba una y otra
vez su rapado cráneo, cuya textura era similar a la del papel de lija.
El padre de la víctima permanecía sentado y
en silencio. Cumplió su promesa de no intervenir para nada, hasta que Rupérez
le pidió su opinión:
¿Qué le parece, caballero? Observará que las
mechas han desaparecido por completo. No he tenido que usar ningún decolorante
que dañe el cabello del señorito.
Tanto el barbero como Armando comenzaron a
reírse a carcajada limpia. Salva permanecía en silencio, mirándose en el espejo
y sin poder reconocerse. Aquel cráneo con forma de huevo no podía ser el suyo.
La bombilla en que se había convertido su cabeza se iluminó con una brillante
idea. Pensó que si su padre le había obligado a tomarse una taza de medicina él
estaba dispuesto a beberse dos. Quería demostrarle que con un simple rapado no
iba a conseguir doblegarle. Aún quedaba mucho hombre en aquel cuerpo de
adolescente. Le lanzó un órdago:
-Me alegro mucho de que los dos estén
disfrutando tanto con mi corte de pelo. Tengo que reconocer que mi padre tiene
razón en que me queda así mucho mejor. En realidad ya me estaba empezando a
cansar de llevarlo tan largo. Pero no está bien cortado. He observado que se
nota una raya en esta zona de las sienes. Será muy difícil difuminarla, ¿verdad?
Salva intentaba herir a Pelagatos en su amor
propio. Dejar patente que él no era ningún ignorante, sino un chico detallista
que sabía apreciar el trabajo bien hecho. Sin embargo se había metido en un
terreno peligroso ya que Rupérez no admitía este tipo de críticas. Su risa se
transformó en ira al oír aquel reproche:
-Yo creo que la disminución es perfecta.
Deberás ir al oculista para que te regule la vista y pensártelo dos veces antes
de criticar a un profesional como yo. Si no te gusta el resultado sólo hay una
solución: afeitarte toda la cabeza. Tu padre seguro que no te deja.
Rupérez no conocía bien a Armando. Aseguró
categóricamente que no iba a intervenir y pensaba cumplir con la palabra dada.
Lo volvió a dejar bien claro:
-Yo no pienso opinar sobre este tema. A
usted le corresponde tomar una decisión. Sea la que sea la aceptaré de buen
grado.
Pelagatos no cabía de gozo. Se sentía
pletórico y con ganas de seguir humillando al chico. Tal vez nunca más se le
presentase una ocasión como aquella. Quería dejar la cabeza del muchacho sin la
menor sombra de pelo; el cuero cabelludo al aire. Así aprendería a no ser
impertinente.
Sin decir nada se puso a actuar por su
cuenta. Removió con la brocha el jabón y se lo fue extendiendo a Salva por el
cráneo. Éste parecía una momia, con la cabeza embadurnada de espuma blanca. Con
las cerdas de tejón iba dibujando circunferencias, ablandando el escaso cabello
que quedaba en la cabeza del muchacho. Después, como si se tratase de un pintor
abstracto, golpeaba con la brocha el cuero cabelludo, describiendo trazos. El
joven notó una frescura muy placentera porque el jabón que le estaba aplicando
el barbero contenía sustancias mentoladas. Cuando la piel estuvo reblandecida
al máximo, Pelagatos se empleó a fondo con la navaja. Con ella describía surcos y arrastraba
pelillos milimétricos a su paso. Constantemente la limpiaba en un recipiente de
goma con la base metálica. Era evidente que estaba disfrutando con su trabajo.
Para evitar que el chico se moviera lo más mínimo colocó estratégicamente sobre
su cabeza dos dedos de la mano izquierda mientras con la derecha continuaba
rasurando.
Llegó a darle hasta cuatro pasadas con la
navaja barbera. Tocaba el cuero cabelludo una y otra vez en busca de algún pelo
escondido. Aprovechó para sobar con insistencia el esférico cráneo del
muchacho. Éste permanecía inmóvil en el sillón, como si estuviera ido, con la
mirada perdida. Para evitar posibles irritaciones le aplicó un aceite por toda
la cabeza que dio un aspecto aún más resplandeciente a la misma. Parecía una
bola de marfil. La última gracia de Rupérez consistió en coger una gamuza y
pasársela a Salva por su desnudo cráneo, puliéndoselo rítmicamente, al igual
que hacen los limpiabotas para abrillantar el calzado de sus clientes. Además
el barbero emitía un silbido cada vez que la bayeta se deslizaba de lado a
lado.
Pelagatos quitó la capa al chico y gritó con
energía:
-¡Servido!
Salva no paraba de acariciarse el cráneo
y sentir la piel desnuda y tersa. Era
una sensación completamente nueva. Sólo paró de hacerlo para estrechar la mano
del barbero, la misma que le había castigado con inusual brutalidad. Pero no
podía guardarle rencor porque aquello le estaba empezando a gustar y no os imagináis
de qué manera. A partir de ese día Salvador se convirtió en un morboso de los
cortes de pelo extremos. Nada como vivir una experiencia traumática para que el
fetichismo eche raíces profundas.