lunes, 2 de febrero de 2009

LA MILI POR DICIMAD

Capitulo 4. El maestro barbero

Antes de entrar a la barbería se nos obligó a alinearnos correctamente. El sargento Vidal utilizó una expresión que me hizo recordar mi más tierna infancia, cuando estudiaba primaria en el colegio de los hermanos salesianos:

Esa fila parece una culebra. La quiero ver completamente recta.

En aquellos años el fraile de turno debía insistir mucho para conseguir este objetivo. Sin embargo en el ejército las cosas cambian. Desde el preciso instante en que se atraviesa la verja cuartelera nadie en su sano juicio osa desafiar a los superiores.

Mi corazón latía con fuerza. Desde hacía muchos años deseaba meterme un corte de pelo de los que hacen época, a base de maquinilla, sin embargo por el qué dirán siempre optaba por un pelado de tipo medio, cortito pero nunca rapado. En el mejor de los casos el profesional se servía de la máquina para perfilarme el clásico cuello en disminución. En los últimos años había apostado por el siempre elegante corte a navaja. Pero ahora de golpe iba a sufrir una brutal transformación. El sargento Vidal, cuando creyó que estábamos en perfecta formación, levantó la voz y exclamó:

¡Turno de barbería!; ¡perdiendo el culo para que os corten el pelo!

Como mansos corderos conducidos al esquiladero fuimos entrando en el recinto. Conservo algunas fotos del lugar, que me van a ayudar a realizar una descripción meticulosa del mismo. Las paredes aparecían forradas con tablas de madera clara de pino, salpicadas de nudos más oscuros. El suelo estaba recubierto por grandes losas grises claras. A la derecha de la estancia se encontraban tres largos bancos de madera oscura para hacer que la espera resultase algo más llevadera. Enfrente habían instalado cuatro sillones de barbero, de estructura metálica, con el respaldo y asiento forrados en piel sintética de color marrón.

Un gran espejo horizontal atravesaba la pared de lado a lado, debajo del cual se encontraba un sencillo mueble, también de madera. En la encimera de éste se distribuía ordenadamente la herramienta empleada por los oficiales peluqueros. Seis maquinillas eléctricas de la marca Thrive, modelo 808, descansaban amenazantes sobre la formica; tan sólo tenían dos meses de vida, ya que las antiguas esquiladoras habían sido retiradas porque se atoraban con frecuencia y dificultaban el rapado de los soldados. En unas cestas de mimbre se guardaban las cuchillas que se acoplaban a las maquinillas. Las había de diferentes medidas: del tres, del dos, del uno y medio, del uno, del cero y medio, del cero y del cuatro ceros. Cada cesta estaba numerada para que el barbero buscase con mayor rapidez la cuchilla que necesitaba. También se utilizaban tijeras de de diferentes formas y tamaños, navajas para perfilar las patillas y el cuello. Dentro del mueble se apilaban ordenadamente toallas y capas de barbero.

Los soldados peluqueros, conocidos popularmente como esquiladores, vestían el uniforme de faena protegido por una bata blanca con botonadura lateral. En el bolsillo de la misma acostumbraban a llevar un cepillo con el mango de madera y cerdas blancas, que utilizaban al final de la faena. Mientras esperaba para ser sometido al ritual tuve tiempo de observar los rasgos faciales de los esquiladores. El primer joven, apodado Charnego, era moreno y enjuto. Realizaba el trabajo con gran rapidez. El segundo sillón era atendido por un chaval rubio, de ojos claros y bastante gordito apellidado Aznares. Al igual que yo era pamplonés y había trabajado en un salón unixes. Constantemente el sargento Vidal le recriminaba porque no sabía, o no quería, hacer un cuello en disminución como Dios manda. Aznares tenía la maldita costumbre de dejarlo cuadrado. Con frecuencia debía volver a rematar el trabajo con la maquinilla a petición de don Agustín.

La tercera plaza estaba ocupada por un muchacho oscense llamado Joaquín. También era de complexión fuerte, algo más alto que yo y bien parecido. Su cabello era negro y abundante, a pesar de que hasta la altura de la coronilla lo llevaba completamente rapado al cero y medio. Era un auténtico profesional que había aprendido el oficio con su padre, un auténtico maestro chapado a la antigua, especializado en el corte a cepillo. El problema de Joaquín es que al ser tan minucioso necesitaba más tiempo que los demás para rematar la faena. Esto exasperaba a algunos oficiales como el tigre de los Monegros, que deseaban se hicieran las cosas “ a la puta carrera”, sin embargo era el favorito tanto del sargento Vidal como del teniente Moreno. Tuve la suerte de caer en sus manos.

Junto al sillón del fondo se encontraba un soldado barcelonés llamado Jaume. Delgado y de rostro alargado era el favorito de los catalanes. Existía cierta rivalidad entre este peluquero y Charnego. Este último resultaba bastante descarado y presumía de sus orígenes andaluces. En la barbería había un radiocasete, propiedad del charnego, en el que constantemente sonaban rumbas y flamenco rock. El monopolio musical estaba claramente en manos de Charnego. Jaume, cuando podía, se enchufaba al oído el walkman y escuchaba a Elvis Presley y otros maestros del rock & roll clásico. Pero el día de la llegada de los reclutas estaba completamente prohibida cualquier clase de música. Así lo especificaba el sargento Vidal:

Sólo quiero oír el sonido de las maquinillas rapando a los reclutas.

Y así se hizo. En la barbería además del sargento Vidal estaba presente el teniente Moreno. Los dos eran especialmente severos en materia de reglamento capilar. Fuimos metiéndonos por tandas de doce mozos, para que no se amontonase el personal en el establecimiento. A mí me toco en la segunda tanda. Primero entraron los más melenudos porque se les consideraba un mal ejemplo para la tropa, era urgente cercenarles los cabellos que durante meses se habían dejado crecer de manera salvaje. A los rebeldes se les sometía de inmediato, el pelo largo sencillamente era una provocación intolerable.

Como el tema me interesaba extraordinariamente hice todo lo posible por quedarme junto a la ventana, situada a la altura de la vista. Ésta estaba completamente abierta para que se ventilase la estancia. Yo miré con cierto descaro, sin que en ningún momento me llamasen la atención por ello. Se nos permitió un cierto relax mientras esperábamos a ser esquilados. Ya nadie permanecía en posición de firme, incluso se aceptaban ciertos comentarios, siempre y cuando no se alborotase. Yo comencé a hablar, en un tono reposado, con el joven que se encontraba delante de mí. Nos presentamos, estrechamos nuestras manos y observamos lo que estaba ocurriendo. Salvador Castejón Rodríguez era un joven bastante tímido. Necesitaba que fuera el otro el que tomara la iniciativa para así poder salir de su concha. Durante la mili conseguimos entablar una amistad auténticamente masculina. No es el momento apropiado para explicar lo lejos que llegamos con nuestros afectos.

Los primeros doce reclutas penetraron en la barbería a paso ligero. Los cuatro primeros ocuparon los sillones de “tortura”, mientras que el resto se acomodó como pudo en los bancos de madera. Siempre había alguno que se quedaba de pie. Los veteranos, en el exterior formaban pequeños corrillos y de vez en cuando dejaban escapar algún grito como:

¡Charnego!, déjales la cabeza como un espejo…. Aznares, ¡pélales los huevos que los tienen muy negros!…. Polaco (era el apodo de Jaume), ¡pásales la moto hasta que parezcan cocos!

Se trataba de frases hechas, una especie de jerga cuartelera para divertirse con el nuevo personal.

Y oí perfectamente como el sargento Vidal daba la orden que más le gustaba:

Barberos: cortadles a todos sin excepción el pelo al cero y medio. Poned la cuchilla y empezad el trabajo, que no tenemos tiempo que perder.

Y casi instantáneamente comenzó la fiesta del esquileo. El sonido vibrante de las maquinillas se percibía perfectamente desde el punto exterior donde me encontraba. Afiné la vista y contemple como comenzaban a pasar las motos por los peludos cráneos de los jóvenes. Un chaval de Zaragoza, de cuyo apellido no consigo acordarme, cayó en manos de Charnego. Lucía una melena rubia, que según nos comentó le era muy útil para ligar por los pubs zaragozanos; la perdió a una velocidad meteórica. El barbero con gran presteza comenzó a pasarle la maquinilla por delante. Dibujó una franja central de forma rectangular y se detuvo por un instante para que el sufriente maño se formase una idea de cómo se iba a reducir su melena.

¡Mira, quillo!, esta es la autopista que va de Zaragoza a Barcelona. Vamos a seguir con las obras. Run, run… ¡Qué marcha tiene mi moto!

Y continuó afanoso esquilando al pobre muchacho, que mantenía la boca entreabierta, asustado por lo que se le venía encima. Enormes mechones de pelo se quedaban pegados en la capa blanca o ensuciaban el suelo. La cabeza del zaragozano brillaba bajo los focos como si fuera una bola de oro. Charnego sonreía con ironía y de vez en cuando hacía alguna de sus gracias. Se sacó un pañuelo blanco del bolsillo del pantalón y comenzó a pasárselo rítmicamente por el casi rasurado cráneo del ex melenudo, mientras gritaba “ya brilla, ya brilla”.

El teniente Moreno, se sonrió y le ordenó que no se pasara de guasón. A los otros compañeros melenudos se les veía con mayor dificultad, pero se percibía sus inútiles quejas:

Me estás dejando completamente calvo. Por lo que más quieras méteme una maquinilla que me lo deje algo más largo.

Otro preguntó sobre si aquello estaba permitido y recibió la siguiente respuesta:

Si no te parece bien, te quejas al general o le escribes una carta al Defensor del Pueblo. En el otro reemplazo hubo un gilipollas que lo hizo. Todavía no ha salido el juicio. Lo que no sabe ese maricón es que para entonces ya le habrán crecido las crines.

Esta anécdota produjo más risotadas entre la concurrencia. Sin embargo la mayoría de los reclutas palidecían por momentos. Cuando los cuatro estuvieron completamente pelados al cero y medio, pasó revista el sargento Vidal. En uno de los casos consideró apropiado limpiarle mejor el cuello con la navaja:

Aquí te has dejado restos, púlele bien el cogote.

Los recién rapados recibieron la orden del teniente Moreno de levantarse de los sillones:

Bueno pelones, levantad el culo del asiento. ¡Qué pasen los cuatro siguientes, pero que ya mismo¡

Y la orden se cumplió a la velocidad del rayo. Los ex melenudos salían disparados hacia la puerta, en cuanto el barbero les quitaba la capa. Los veteranos se acercaron para tocar aquellas cabezas tan mondas y lirondas. A plena luz del día los cráneos brillaban más. Tan sólo conservaban una sombra de milimétrico cabello. Uno de los veteranos aclaró lo de las medidas:

El pelo cortado al cero y medio tiene una longitud de dos milímetros, una auténtica miseria. El cero es un milímetro. Para que no te quede absolutamente nada tienen que rasurarte el cráneo con navaja y jabón. No hay ninguna maquinilla capaz de afeitarte la cabeza.

Yo cada vez me encontraba más excitado. Estaba en calzoncillos y temía que se me escapase el pájaro. Algunos de mis compañeros se llevaban la mano a la bragueta, de manera mecánica. Nadie le daba importancia a nada. Todo eran murmullos, risas, tocamientos de cabeza. Aquello si era auténtica camaradería militar. Me sentía el hombre más feliz de la tierra viviendo aquella situación.

Los ocho jóvenes restantes fueron pasando por el sillón giratorio, sufrieron las mismas humillaciones que sus anteriores compañeros. El pelo se iba acumulando en el suelo. Nadie ordeno recogerlo. El paseíllo de los pelones se repetía de cuatro en cuatro. Un mar de manos se afanaban por acariciar aquellas suaves cabezas. A Salvador esta situación le sugirió algo:

Esto me recuerda a las fiestas del pueblo de mi padre. Todo el mundo quiere tocar la cara del santo porque dicen que trae buena suerte y que durante ese año te libras de enfermedades. Aquí también se dan empujones para sobar cabezas.

Uno de los recién esquilados acertó a pasar a nuestro lado. No me pude resistir y le toque el cráneo, era suave y aterciopelado. Al estar tan rapado emitía un sonido especial. Él se sorprendió de que una futura víctima se tomase tantas confianzas y entonces me disculpé:

Oye, perdona pero es que no me he podido aguantar. Te queda bastante bien.

El chaval era rubio y su cabeza parecía una auténtica bola de billar. No se enfadó conmigo, al contrario me invitó a que continuase con las caricias capilares.

No te preocupes, si dentro de poco vas a estar igual que yo. A mí me gusta que me enreden en la cabeza…

Salva apuntilló entonces:

En la cabeza te pueden enredar cuanto quieran porque lo que es en le pelo lo tienes difícil.

Nos reímos los tres de la ocurrencia del oscense. Yo sin embargo no quería perderme detalle de lo que ocurría en el interior del recinto. Se había sentado la última tanda de cuatro. En unos minutos se les cortó el pelo al rape y desfilaron hacia la puerta. Entonces salió el sargento Vidal para poner orden entre los veteranos y ordenó que pasásemos los siguientes:

Vosotros doce, desde éste hasta aquel, sois los próximos. Pasad dentro para que os despiojen.

Yo estaba en quinta posición, con lo cual me pude acomodar en un banco de madera a la espera de que me tocara el turno. Permanecí sentado junta a Salvador. Le aconsejé que se subiera los calcetines por si algún jefe le decía algo. Me hizo caso y comento:

Macho, ¡que vergüenza si me viesen de estas pintas mis amigos!; se descojonarían de mí. Me estoy temblando pensando en cómo me van a rapar. ¿Cuánto tardará en salirnos el pelo?

Yo le informé que, según la revista “Muy Interesante”, el pelo humano crecía entre centímetro y medio y dos centímetros al mes; todo dependía de lo sano que estuviera el cabello. En aquella época un pelado de este tipo se consideraba un castigo humillante. Todavía no se habían puesto de moda las cabezas rapadas. Sin embargo la moda del pelo largo estaba de capa caída. En la década de los noventa los rapados brutales se terminaron imponiendo. Hoy en día no impacta ver una cabeza totalmente rasurada pero por aquel entonces…

Y seguí ensimismado contemplando como transformaban a jóvenes desaliñados en dóciles corderitos. El zumbido de las maquinillas no cesaba en ningún momento, el pelo recién cercenado flotaba en el aire por unos segundos y luego se precipitaba al vacío. La zona del suelo cercana a los sillones estaba completamente cubierta de mechones de todos los colores: negros, rubios, castaños. Constantemente eran arrastrados por las botas de los peluqueros. Nadie prestaba atención a aquellos desperdicios. No se podía perder el tiempo en recogerlos. Antes de las nueve los nuevos reclutas deberíamos estar en el comedor cenando.

La tanda que me precedía se levantó cuando el teniente Moreno dio por concluido el rapado. Ahora me tocaba a mí. Me dirigiría al tercer sillón, lo más deprisa que pudiera. A esas alturas ya sabía que aquel oficial de barbero se llamaba Joaquín y era mi preferido.

Capítulo 5 : En diez minutos el pelo al rape

¡Los siguientes! Levantad el culo y sentaros en los sillones.

Con este autoritarismo se dirigió a nosotros el teniente Moreno. Yo, ya tenía una pierna derecha adelantada para echar a correr donde estaba Joaquín. Fui el primero en llegar al sillón. El joven barbero me miró y me susurró al oído:

Despídete de tu pelo.

Me colocó una capa blanca de nailon, y me la ató con una cinta. Tuvo el detalle de peinarme hacia atrás para eliminar la carga eléctrica y evitar posibles tirones. Miré para el frente y en el espejo vi reflejado el rostro sonriente del teniente Moreno quien me preguntó:

¿Tú eres el del hostal, verdad? Dentro de diez minutos, con el pelo al rape, no te va a conocer ni tu padre. Ya te tengo localizado. ¿Te llamas?

Y yo le contesté con la voz entrecortada

Eduardo Sánchez Azcárraga, mi teniente.

Luego se dirigió a Joaquín y le explicó cómo debía cortarme el pelo:

Hazle un buen trabajo, le pasas la maquinilla del cero por detrás del cuello para que así le quede un cogote elegante, ¿entendido? Remátale bien las patillas, con la maquinilla del cero y la navaja. Vamos bien de tiempo. Para correr y hacer las cosas mal ya tenemos a Charnego.

Don Marino puntualizó:

A ti te va a rapar un maestro barbero, ¡esto es categoría, chaval!

Mientras elogiaba a Joaquín, le agarraba del brazo de forma amigable. El teniente quería demostrar que también sabía ser campechano con sus subordinados cuando estos cumplían debidamente con sus obligaciones.

Y el oficial de barbero cogió la maquinilla, le paso el cepillo para eliminar los pelillos que habían quedado pegados en la cuchilla, conectó el interruptor y comenzó a escucharse un zumbido amenazador, semejante al emitido por millones de abejas, dispuestas a clavar su cruel aguijón. Levanté la mirada y vi aproximarse aquel artefacto negro, con la cuchilla desplazándose a gran velocidad. Había llegado el momento. Me encontraba tremendamente excitado. La pierna derecha la tenía encima de la izquierda, me la acariciaba constantemente con la mano derecha, me agradaba la textura de aquellos calcetines negros de canalé, los pelillos de mis piernas sobresalían entre el entramado de la hilatura. Menos mal que la capa me cubría los calzoncillos porque en ese momento mi miembro viril había abandonado la bragueta y emergía erecto y descomunal. Estas capas habían sido fabricadas en un material casi transparente, por lo que me arriesgaba a que Joaquín notase mi estado de excitación. Opté por sujetarme el pito con la mano, para tenerlo bajo control.

La cuchilla al entrar en contacto con la piel producía un frío metálico. Al instante la vibración del motor hizo que sintiese un cosquilleo en mi cabeza, indescriptible, extremadamente placentero. Observé como mi tupé se dividía en dos, en el centro tan sólo minúsculos pelos de una longitud de dos milímetros. Joaquín deslizaba la maquinilla por mi cráneo con gran suavidad, ésta avanzaba imparable haciendo saltar por los aires todo el cabello que tocaba. En un par de minutos la zona delantera de mi cabeza estaba completamente rapada. El cuero cabelludo me pareció exageradamente blanco, contrastando fuertemente con la piel morena de mi rostro. El cosquilleo cada vez era más excitante, ningún tirón. Yo me acariciaba el pene, tenía miedo de eyacular ante algo tan placentero. Me hubiera encantado poder grabar aquellas imágenes para revivir estos momentos siempre que quisiera. La esquiladora continuaba recorriendo mi cuero cabelludo, ahora le tocaba al lateral derecho, después a la zona trasera, el lado izquierdo fue lo último que se salvó. Me encontraba completamente rapado. El cabello me caía a copos y se quedaba pegado entre las oquedades de la capa o bajaba hasta el suelo entremezclándose con el de mis otros compañeros.

Y Joaquín, siguiendo las indicaciones de Moreno, fue a remplazar la cuchilla del cero y medio por la del cero, para pulirme bien el cuello. Pero se dio cuenta de que estaba ocupada. Entonces, ni corto ni perezoso, abrió un cajón y cogió una maquinilla de mano, de esas metálicas que se habían retirado hace mil años, la engrasó con una botellita de aceite especial y me la metió hasta la altura del cogote y me la subió por las patillas. Así consiguió que mi pelado fuera más riguroso. Este antiguo instrumento me traía recuerdos de mi niñez, cuando un viejo barbero me la pasaba por mi infantil cabeza, mientras sonreía cándidamente. Yo, por aquel entonces, ya sentía un gustirrinín muy especial y a mis diecinueve años el placer se había multiplicado.

Pero Joaquín no estaba contento con su trabajo e introdujo en la maquinilla eléctrica el peine del cuatro ceros para que el rapado fuera más espectacular. Me la subió por el cuello. Luego sentí el rigor de la navaja para rematarme las patillas, y los laterales, eliminándome los pelillos del cuello. Con tanta molestia como se tomaba Joaquín siempre era el último en terminar la faena. El teniente Moreno le esperaba cruzado de brazos. Finalmente saco del bolsillo el cepillo y me lo restregó por mi flamante cráneo.

Vale, ya hemos terminado con esta tanda. Los siguientes. ¡Perdiendo el culo para sentarse!

Joaquín me soltó la cinta del cuello y a gran velocidad me quitó la capa, como si se tratase de un torero haciendo un pase para la afición. Justo me dio tiempo de esconder mis vergüenzas. Me subí los calzoncillos hasta la cintura y me puse bien la camiseta. A otros compañeros les estaban dando un toque por su descuido.

Capítulo 6. Todos igualitos

En la puerta me tropecé con Salvador, nos acariciamos mutuamente los cráneos y nos miramos fijamente a los ojos. Comenzaba a existir algo entre nosotros, eso que yo defino como una profunda amistad masculina. Ahora fue él quien me aconsejó me subiera los calcetines, al agacharme empiné involuntariamente mi trasero. Al poco sentí un fuerte azote, que lejos de producirme dolor me sorprendió gratamente. Era el propio teniente Moreno quien me había propinado aquel cachete en el culo.

Venga, peloncete, desfilando que no haces más que estorbar.

Y al levantarme me acarició el cráneo, redondo, suave. Cuando me miraba al espejo no me conocía. Aquella bola de billar era yo. Atravesamos el patio. A mí me tocaron la cabeza unos cuatro veteranos. Algunos quintos mostraban su desagrado y desde aquel instante comenzaban a figurar en la lista negra. Si les seguías el juego tenías más papeletas para caerles simpáticos. Un chaval de acento marcadamente guipuzcoano me pregunto mientras me sobaba el cráneo:

Pero, ¿qué te ha pasado?,¿ya ha llegado el otoño y se te han caído las hojas como a los robles?. ¡Menudo cebollón estás tú hecho!

Y yo le sonreí, moví la cabeza para demostrarle mi asombro y me junté con Salvador y otro chico, al que le gustaba que le llamasen Santi. Y nos dirigimos a los barracones, exhibiendo nuestra ropa interior blanca pero con pelillos incrustados.

Los dormitorios estaban formados por simples literas, cubiertas por una manta gris parduzca. Cada recluta disponía de una taquilla con llave, también pintada de gris. Los aseos, con baldosas blancas cubriendo las paredes, tenían en el centro los lavabos, con espejos encima. Mientras esperábamos a recibir instrucciones sobre como debíamos colocar nuestras pertenencias fui al servicio. Me siguieron Salvador y Santi. Cada uno nos colocamos encima de un urinario, nos bajamos el slip y comenzamos a mear, con fuerza. Me situé en el centro. De vez en cuando un suspiro, una mirada perdida, para comprobar que estaba haciendo exactamente el compañero. Salvador se acariciaba el pene, cerraba los ojos y sonreía. Me di cuenta de que a Santi le interesaba conocer mis intimidades. Sencillamente me aparté del separador para que pudiese comprobar lo grande que la tenía. Aquellas impúdicas caricias nos delataron. Los tres buscábamos una amistad profundamente masculina. Luego nos dirigimos a los lavabos y mirándonos en el espejo comentamos lo machos que estábamos luciendo aquel brutal corte de pelo.

Hasta el día siguiente no nos dieron el uniforme. Tuvimos que cenar en braslip y camiseta, marcando calcetín negro. Los veteranos nos decían obscenidades, incluso nos tocaban el culo, para humillarnos. Ellos, hacía unos meses fueron también pelusos, los más pelones del cuartel. Con nuestra llegada habían ascendido en la escala de poder.

Este fue, a grandes rasgos mi primer día de mili. Espero no haber aburrido al personal de Internet. Me imagino que quien ha accedido a este tipo de relatos sabe de antemano lo que quiere encontrar. Me gustaría conocer a caballeros que estuviesen en mi línea disciplinaria masculina.

1 comentario:

Anónimo dijo...

macho que largo se ha hecho