viernes, 16 de abril de 2010

Corte

Hola Charlie:

Te escribo desde un café Internet en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. No te había escrito desde hace tiempo porque nos la hemos pasado viajando entre ríos y cascadas y no me había podido escapar para buscar una computadora.

No vas a creer lo que me pasó ayer. Fuimos a visitar un poblado indígena que queda a 30 minutos de aquí que se llama San Juan Chamula. Yo me levanté con el pie izquierdo, andaba de malas pulgas quejándome de este pinche viajecito que mis jefes se inventaron para estar en familia. Llevamos ya casi 3 semanas metidos entre el coche con mis papás y mis hermanos dando vueltas por un montón de pueblitos en México. Ya tengo 14 años y prefiero estar contigo y los demás cuates platicando o jugando fútbol que andar apretado y cocinado del calor entre Juancho y Cristina. Al principio no estuvo tan mal, pero ya estoy hasta el gorro y quiero volver a casa. En fin, como mi mamá dice, andaba con el mico al hombro, quejándome del calor y de lo aburrido que estoy cuando llegamos al dichoso pueblito indígena.

Apenas estacionamos, una bola de más de 10 muchachitos nos rodeó ofreciéndonos cuidar el coche, guiarnos durante la visita, lavar el carro y toda clase de cachivaches. Al principio estaba simpático, pues todos iban presentándose por su nombre pero después de 5 minutos nos empezamos a desesperar. Uno quería que le regalara 1 peso y no dejaba de jalarme la manga de la camisa, otro se empeñó en que le regaláramos el balón de fútbol de mi hermano Juancho y mientras tanto unas indiecitas regalaban pulseras a mi mamá y hermana. Cuando el indio que quería el balón decidió echarle mano, me encabroné y le pegué su buen insulto diciéndole que nos dejara en paz… (ya te imaginarás las palabrotas que me salieron).

Mi familia, en lugar de agradecérmelo se enojaron conmigo y terminé regañado por mi papá. La cosa se puso peor cuando decidieron aceptar la guía de un chavo llamado Pablo que resultó ser hermano mayor del roba-balones. Finalmente nos pusimos en camino y el famoso Pablo iba contando cosas sin ningún interés, como que el pueblo tenía 3 barrios. A quién carajos le puede importar el número de barrios de un pueblucho? Siguió con la historia de los curanderos en la iglesia y no se que más rollos. En el camino, había a lado y lado de la calle puestos donde las indias vendían artesanías de toda clase. Los puestitos estaban hechos de madera y ocupaban las banquetas. Nos tomó más de media hora caminar una cuadra porque Cristina y mi mamá se paraban a ver toda clase de chucherías. Yo estaba cada vez más desesperado y me quejaba del clima, de mi mamá, de las calles…

Creo que pasé la raya, pues mi papá finalmente se volteó y me pegó un regaño de aquellos que hacía tiempo no recibía. En mitad del sermón, vio que uno de los puestos en donde vendían toda clase de camisas y vestidos en manta tenía colgado un pequeño letrero que decía “Peluquería”. Lo extraño era que no se veía sino mercancía, así que mi papá interrumpió su regaño y le preguntó a Pablo por el letrero. Pablo le dijo que la peluquería estaba detrás del puesto, en una casita que apenas se veía. Los ojos de mi papá se iluminaron y me dij “Ya que estás tan aburrido, por que no aprovechas el tiempo y te recortas esas mechas mientras vamos a visitar la iglesia y hacemos el recorrido”.

Yo pensé que estaba bromeando. Llevábamos todo el viaje discutiendo por mi pelo ya que como sabes, lo tenía bastante largo. Mis rizos cubrían completamente la nuca, orejas y ojos. Esto último parecía exasperar a mi jefe, pues todo el tiempo se la pasaba diciéndome que me quitara el pelo de la cara que ya no me podía ni ver. Pero una cosa es eso y otra que se le ocurriera sugerir que me cortara el pelo en semejante lugar. Le contesté que mejor me hubiera quedado en casa en lugar de estar en este estupido viaje y creo que eso fue lo que derramó la copa.

Me llamó malagradecido y me dijo cuanto me iba a arrepentir de menospreciar a mi familia y bla, bla, bla. El caso es que cuando se puso completamente colorado de la furia, decidí que era más seguro bajarle al tono y me quedé callado mirando al piso. Creo que al principio no decía en serio lo de la peluqueada, pero cuando se encabronó tanto, me jaló de la manga y le dijo a Pablo que nos mostrara la peluquería. Pasamos por detrás del puestito y encontramos un cuarto cuadrado, hecho de cemento donde únicamente había una silla de madera verde y un espejo. Ni siquiera te puedo decir que parecía una de esas peluquerías de las que me contaste que te pelaban cuando chavito. Esta silla no era de peluquero, era una cosa enorme, hecha de madera y el espejo no tendría más de 80x50 cms. Pero lo peor era el peluquero, un indio chaparrito que andaba descalzo.

Mi papá le preguntó que cuanto costaba un corte y el indio se quedó mirándolo como si fuera de otro planeta. Por un instante tuve la esperanza de que sus costumbres tribales le prohibieran peluquear a un blanco, pero gracias a Pablo nos enteramos que lo que pasaba era que no hablaba español. “No le entiende, solo habla Tzotzil” dijo Pablo, que a su vez se dirigió al peluquero en esta lengua, traduciendo la pregunta de mi papá. El peluquero respondió que el corte costaba $10. ¿Puedes creerlo? Yo voy a que me corten las puntas y pago $100 y este indio solo cobra $10 por un corte completo!!. Lo que para mi era una aberración y el símbolo de que el tipo no se podía comparar con mi estilista, para mi papá sonó a ganga. “Pues adelante, aquí le dejo a mi hijo para que lo peluqueé mientras nosotros disfrutamos de un poco de paz visitando el pueblo”. Antes de que Pablo tradujera esta frase, me tragué mi orgullo, pedí mil disculpas y prometí no volver a quejarme y portarme bien. “Disculpas aceptadas” me contestó.

“Pero ya estoy cansado de no poder ver tus ojos, así que aunque sea córtate las puntas de esas greñas y nos vemos al rato”. “Te prometo que llegando a casa me lo despunto, pero aquí no please” le dije. “Mira Camilo, ya estoy cansado de tus berrinches y pataletas. Una peluquería es igual a otra y no me voy a aguantar más ni tus pendejadas ni tus greñas. Así que si te vas a despuntar, lo vas ahacer ahora mismo”. No había salida. No lo había visto así de firme desde que me hizo devolver en el supermercado un muñeco de los Power Rangers que me había robado cuando tenía 8 años. “Pero papá, este señor ni siquiera habla español” le dije con la esperanza de safarme en el último instante. “Pues Pablo te puede traducir, ya nos explicó lo que tenía que explicarnos y prefiero que se quede aquí contigo mientras vamos a visitar la iglesia”. Pablo, con un extraño brillo en los ojos asintió rápidamente diciéndole a mi papá que no se preocupara por nada, que él me ayudaría.

Ya que no había escapatoria, me senté en la silla verde y sentí como me amarraban al cuello una capa amarillenta que hacía años debió ser blanca. El peluquero intentó peinarme los rizos, pero después de dos jalones desistió y me preguntó en su lengua nativa como quería cortármelo. Le contesté en español que quería que solamente me cortara un poquitito las puntas, y para asegurarme que entendiera, le mostré mi dedo índice y pulgar, dejando más o menos un centímetro de separación entre ellos. Creí que estaba entendiendo bien, pero para asegurarse miró a Pablo, quien le dijo algo en Totzil, repitiendo la misma seña que yo había hecho, lo que me dejó más tranquilo, pues no confiaba para nada en el traductor que me habían dejado.

El peluquero preguntó algo y Pablo me tradujo “¿Que si así de poquito en todas partes?”. “Si, solamente córteme un poco más en la parte de arriba, para que se destapen los ojos”, dije yo señalando la parte superior de mi cabeza. Pablo tradujo nuevamente y sonrió ampliamente. No sabes como me sentía. Estar sentado en semejante peluquería, en manos de un indio que con el que no me podía comunicar y siendo observado por un chavo de mi edad que estaba disfrutando esta humillación.

El peluquero tomó unas tijeras y un peine y empezó a cortarme los rizos en la nuca. No era la primera vez que me despuntaban el pelo y presentí que algo andaba mal. Después de los primeros 3 tijeretazos, sentí un viento helado sobre mi nuca. El tipo metía su peine entre mi pelo y cortaba a una velocidad increíble. Yo creo que en menos de un minuto había recorrido toda la parte de atrás de mi cabeza, desde la nuca, subiendo en escalera hasta la coronilla. En el espejo, mi reflejo no mostraba nada diferente.

Estaba oscuro y solo me había cortado en la parte de atrás donde no tenía forma de saber que hacía. Lo que sí podía ver en el espejo era como Pablo estaba embelezado mirando cómo me cortaban el pelo, con una mirada extraña. El peluquero pasó a mi lado derecho y ahí fue que me pude dar cuenta del desastre. Levantaba mi pelo con el peine y cortaba el mechón, casi completo, dejándome apenas un centímetro. En un instante todo el pelo que cubría mi oreja derecha había desaparecido, descubriéndola por primera vez en mucho tiempo. “¿Que está haciendo?” pregunté dando un brinco en la silla. El peluquero paró por un instante, mirándome desconcertado, y le dijo algo a Pablo. Pablo le respondía moviendo los hombros y gesticulando. Pablo me preguntó “¿cuál es el problema?”. “Como que cual es el problema? Este tipo me está rapando!!”, le contesté. “Pero si usted dijo que le dejaran así de largo” me replicó, mostrándome con su mano el gesto que yo había hecho, indicando una distancia de aproximadamente un centímetro entre mis dedos pulgar e índice. “Yo lo que dije es que me cortara ese poquito, no que me lo dejara de ese largo!!”. “Pues le entendimos mal”, replicó con una mirada cínica que me hace suponer que realmente no había entendido mal sino que se estaba vengando por el incidente con su hermano. Me miré en el espejo con ganas de llorar. Ahora sabía que toda la parte de atrás de mi cabeza estaba casi pelada. Sobre la capa descansaba un gran mechón de pelo que solía cubrir mi oreja. No había nada que hacer. Le dije que siguiera cortando y me arreglara. Pablo tradujo y el peluquero tomó nuevamente sus tijeras y peine y sistemáticamente levantaba y cortaba, dejando caer mechón tras mechón sobre la capa. Cerré mis ojos y podía sentir con cada tijeretazo como se iba desprendiendo en un segundo, el pelo que tardaría meses en volver a crecer.

Cuando terminó el lado derecho, repitió la operación en la parte izquierda. Abrí mis ojos y vi a un desconocido frente al espejo. Me veía ridículo con largos greñas encima de mi cabeza y el resto todo pelado. En ese momento el peluquero se puso enfrente de mí tapándome la visibilidad, levantó el pelo sobre mi frente y de un solo tijeretazo lo cortó. Siguió cortando todo el pelo en la parte superior y en pocos minutos se quitó de enfrente para descubrir una nueva imagen en el espejo. Mi cabeza era completamente redonda ahora. Mi cara se veía enorme en comparación a cuando tenía todo mi pelo. No podía creer lo que estaba sucediendo. Pablo me miraba con una sonrisa burlona que nunca olvidaré.

El peluquero abrió la capa y sacudió las montañas de pelo que descansaban sobre la capa y volvió a ponerla en su lugar. Yo estaba listo para irme, pero al parecer, la cosa no había terminado todavía. Una vez ajustó la capa firmemente nuevamente, tomó la maquinita de cortar el pelo. Nunca en mi vida la habían usado conmigo. Le puso un aditamento de plástico en la punta y empujó mi cabeza con su mano izquierda, haciendo que mi barbilla tocara el pecho. Encendió la maquinilla y empezando en la nuca, la fue subiendo firmemente hasta que alcanzó la coronilla. Repitió estos rápidos movimientos por todos lados, incluyendo la parte de arriba de mi cabeza. La maquina no cortaba mucho, pues el indio había hecho un buen trabajo con las tijeras pero por alguna razón sentí que se veía todavía más corto que antes. Cuando terminó de pasar la maquina por todos lados, le preguntó algo a Pablo, y este a su vez me dijo que cómo quería las patillas. Le dije que largas, como estaban. Pablo tradujo y con la maquina encendida, el peluquero marcó una raya horizontal casi donde empezaba mi oreja, dejándome una patilla ridículamente corta, para luego trazar un enorme arco sobre mis orejas. Ahí fue que supe que el pinche Pablo lo había hecho todo a propósito. Esta vez tuvo el descaro de hacerme rasurar las patillas cuando le acababa de decir que las quería largas!!. Lo miré con toda mi furia, pero permaneció inmutable.

El peluquero puso crema de afeitar bajo mis patillas, alrededor de las orejas y en toda la nuca, y con una cuchilla me rasuró. Tomó un espejo de mano y me mostró la parte de atrás de mi cabeza. Pude ver mi cabeza redondita, con el pelo muy corto y la nuca completamente rasurada. Se veía blanca como la leche, comparada con el color de mi espalda, pues no había visto la luz del sol en muchos años. En ese momento casi lloro. Llanto de tristeza por mi nuevo aspecto, llanto de humillación por la experiencia, pero sobretodo, llanto de furia contra ese indio que me había jugado una mala pasada. Me quitó la capa y me indicó que ya habíamos terminado. Sobre el suelo, el pelo que había lavado con shampoo en la mañana, descansaba sobe pequeños charcos y una capa de mugre. Salí a la calle, seguido de Pablo y sentí como la brisa soplaba por toda mi cabeza, congelándome las orejas. Pablo me miró sonriéndome y me dijo “fue un placer servirle” y salió corriendo. Me senté en la acera a esperar a mi familia. Cuando llegaron mi papá me preguntó sorprendido que había hecho. Le dije que ya que él quería que me cortara el pelo, pues le había dado gusto, cortándomelo bien chiquito.

Cristina se burló implacablemente y mi mamá me dijo que me veía muy guapo porque me resaltaban los ojos. Llego en una semana y platicamos con calma. Perdón por este email tan largo, pero tenía que desahogarme con alguien. Chao pescao y nos vemos pronto. Tu amigo con nuevo look, Sergio. -

No hay comentarios: